lunes, 17 de septiembre de 2007

Viaje sin retorno



A nosotros lo de la agencia de viajes nos dio vértigo desde el principio. Hubiéramos preferido otra cosa; pero eso lo deciden los Chang, no uno. Quizás sea por lo que le pasó a Hugo, el gato de Morante, un persa gigantesco color crema y ojazos azules. Los Chang giraron instrucciones de darle medio paquete, esa fue la expresión, “medio paquete para Morante”. Y cuando Morante abrió la puerta del apartamento no había nadie tocando al timbre, estaban dos cajas gemelas sobre el suelo, húmedas y medio calientes. Morante abrió la primera y encontró la mitad de Hugo, la parte de la cola y los cuartos traseros. Pero lo acabó de reconocer cuando del segundo paquete sacó la otra mitad de Hugo, lo reconoció por los ojos azules. Al día siguiente, tempranito, Morante pagó su deuda y para la tarde estaba flotando boca abajo en el Guaire. Pero no fueron los Chang, fue la soledad.

O tal vez sea por el frío que entra en los huesos en esos momentos en que escuchamos lo del boleto one way, una sola vía y sin retorno. Como le pasó al flaco Marcano, a Quiroguita, o a tantos colaboradores innombrables que decidieron abrirse un buen día, gente a la que despedimos una tarde desde la puerta del negocio con un hasta otra que resultó un hasta nunca. A otros, con más suerte –o quién sabe- les tocó “el pasaje abierto”, y después nos enterábamos de que estaban en terapia intensiva con una raja en el cuello o en el estómago, una cosa que casi los mata pero que milagrosamente no había tocado ninguna arteria ni ningún órgano vital. Luego uno se los encontraba en la calle revisando las bolsas de la basura, con la mirada clavada en el asfalto, una tristeza enorme parecida a la confusión y con una molestia en las carnes que no acababa de cicatrizar.

O puede ser por aquello de la Señora Irina, viuda de Andropov, lo de las maletas Louis Vuitton. Esa vez los Chang dijeron “mándenle el paquete del todo incluido”. A nosotros nos sonó a viaje a Punta Cana con boletos, hospedaje, bebidas, comidas, traslados y todos los impuestos. Despachamos las maletas a la dirección indicada en Moscú. Cuatro maletas de cuero nuevecitas, de la más grande al bolso de mano. Qué íbamos a saber nosotros lo que había adentro. Que en la más grandota iban las piernas y el tronco, que en la mediana los brazos y las vísceras, que en el neceser la cabeza y en el bolsito de maquillaje, bien acomodado entre algodones… bueno, ya eso lo saben.

Así que esta es la Agencia de viajes de los hermanos Chang. Donde se entra y no se sabe si se sale. O donde sales pero no sabes para dónde. O sí lo sabes pero no cuándo se vuelve o si se puede volver. Ni siquiera sabes si querrás volver.



José Urriola y Fedosy Santaella
Agentes de viaje

El eterno retorno de Charles Bovary

Israel Centeno





a a.f

Gabriel se tomó un tiempo para abrir los ojos; se había desplazado en secuencias incoherentes por los entramados de la realidad, de cierta forma lo había hecho y allí estaba el dolor, palpitaba en sus parietales e irradiaba hacia la frente, los pómulos y la garganta; tenía la nariz tupida, pero el aire húmedo y el olor a paja y a barro filtraban la congestión. Insufrible. Incómodo. No amanecía en su cama, estaba sobre la tierra apisonada, sobre un catre, el cuerpo le reclamaba la mala postura. ¿Cómo había llegado allí? los animales de corral merodeaban dentro y husmeaban a esa figura desguarnecida, ovillada en posición fetal; tenía el sabor de la peste en la boca y las encías lavadas en aguardiente; el trapiche del tabaco masticado y un par de esnifadas impregnaban sus mucosas. Acetona más mierda, mierda más alcohol de quemar, la garganta seca y una pústula a punto de reventar en el cuello. Los recuerdos fueron cayendo como cerezas podridas en un pocillo negro. Nos salimos de la carretera, Mariela, el auto dio un trompito y se embaló explanada abajo ¿Dónde estás, Mariela? Gabriel trata de recordar; desapareció luego del accidente, después fui a sentarme en un terraplén junto a unos hombres; apoyaban fusiles en sus caderas, frente a unas casas de bahareque; hablaba mucho y los hombres me animaban con largas y promisorias libaciones, las mujeres sonreían, algunas se empeñaban en mostrar sus dentaduras de oro, otras, las jóvenes menos agraciadas, escondían sus dentaduras blancas, las viejas y más audaces, ofrecían grandes espacios entre los dientes y despedían el aroma del leño quemado varias veces en una misma noche. Duele. Ahora las punzadas son aguijones de alacranes, la punta de una navaja corta y un destornillador estriado gira sobre el entrecejo. Gabriel hace un esfuerzo y se despereza, en algún lugar suena un corrido, es una radio, cree reconocer a Los Corraleros del Majagual, yo me voy para otras tierras y adiós. Horas antes de que el tabaco o el chimó le amargaran el aliento, la noche inmediata, estuvo conversando sobre la ruta que seguiría Alberto; sólo vine a asegurarme de los itinerarios, debe ir desde Soledad hasta las estribaciones del sur, a ese campamento junto al codo y no a otro. Hecho, hará el trabajo y más nada, dijo uno; más nada significaba: lo regresaremos o no lo regresaremos, eso queda en nuestras manos. Mariela abre la guantera, saca una funda y comienza el ritual, crema en los codos, en los hombros, en el cuello, crema en las manos; abre un estuche, se maquilla, retoca el delineado, sólo un poco, está ausente, quisiera que me sonriera, estuviera conmigo; ella sigue en lo suyo, como en casa, estrechamente conectada a su música, a sus amigos virtuales y al amante, sé que tiene un amante, me di cuenta mientras viajamos por Roma; los hombres dan sorpresas, las mujeres participan; y aquel era el tercero y más despreciativo anuncio; alquilamos por una semana un apartamento con vista al Tiber, podíamos salir unas cuadras a cenar puré de lechuga, pollo a la Númida, platos de peras y a tomar vino; pero ni eso; se hacía traer papas fritas a su habitación, me decía, es lo mismo Gabriel, salir a la via dei Giubbonari o estar acá, contigo y sin ti, nunca podré decir que estuve en Roma o en Berlín ni en las playas de Falcón, no supuse que estar al lado de mi marido en las buenas y en las malas contemplaría ser arrojada a su continente, estar limitada a ti. Mejor no hacerla hablar, montaba el drama típico de la mujer harta de “su Charles Bovary”; entonces, me resignaba a deplorar mi suerte entre curas y novicios en los antiguos lupanares de la ciudad y volvía menos desgraciado que Cesare Borgia a los brazos de su hermana Lucrecia; pero ahora ella se mira por el retrovisor y sonríe, la llamo, la nombro, deseo que me sonría, ella se da vuelta y el auto patina sobre el pavimento, desaparece y estoy acá, menos mal que me salí de la carretera sobre el caserío, un poco de aguardiente para que usted no se adormezca, hale perico para que se nos despierte y masque chimó para que lo agrio de la vida le sepa a néctar de cayenas. Cayena se llamaba la mujer rolliza. Cayena bailaba corridos y vallenatos y me acariciaba el rostro, se acercaba y rozaba a las mías sus mejillas empapadas por el sudor. Cayena estuvo atenta, cuando me llamaron los hombres que salieron del monte, con ellos tuve una charla de negocios; güevas, te han sabido mantener alegre, pasa la noche, nosotros pondremos tu carro sobre la vía, güevas, y traiga vusté a ese fulano para que desmonte los tambores y clasifique la pasta, vea, porque ha habido movimiento de tropa por la zona y un sargento nos recomendó mantenernos en transito. Era el trabajo de Alberto, desarmar el dinosaurio y venderles un laboratorio móvil, una especie de laptop procesadora de pasta de coca, una planta portable en la mochila, los satélites cagarían ondas saturadas de estática y todos los involucrados en la elaboración de corridos populares podrían guardarse las espaldas sin comprometerse unos a los otros. Celebramos, los corridos sonaban a todo volumen, bailamos en torno a una fogata, éramos criaturas despojadas, con el legado cultural de occidente en las manchas de nuestra ropa interior. La pulcritud de Gabriel se diluyó como el bicarbonato de sodio y la acetona en las hojas maceradas; él se desplomó frente a una hoyanca, en una sepultura o en los brazos de Cayena, se reconoció en sus labios ansiosos por morderle la piel, sacarle el olor a limpio y chuparle los nutrientes; suéltela papito, suelte la lechita, fue lo último que escuchó antes de perderse en un viaje sin memoria hacia la noche en el cielo bajo del llano. Las punzadas se hicieron insoportables, en cualquier momento tendría que abrir los ojos y verse en el centro de una covacha, en un chiquero, rodeado de animales realengos, escapados del corral; hizo un acopio de fuerza y toda la bulla, el corrido en la radio, el cerdo hozando cerca de su cara, las nubes de mosquitos desaparecieron. Estaba sobre la cama dura y confortable, el cortinaje etéreo de su cuarto, con el aire acondicionado silencioso y placentero; a oscuras y al lado suyo, Mariela se tocaba; desnuda, hermosa, sacudida por espasmos y una cálida brisa en su aliento, un extravío de semen y duraznos; un susurro: Rodolfo, León Duphys.


http://israelcenteno.blogspot.com/

May I take a picture with you?

Carlos Medina



Año 1986. El carajito boquiabierto miraba estupefacto a un cuarteto de músicos que todavía desfilan en las portadas de los gloriosos discos de 33 rpm. El disco es Cultura. A sus ocho años de edad, entre las primeras enseñanzas de su despreciado Colegio La Salle, y las de su primo sobre quiénes eran esos cuatro que se hacían llamar Queen, ese niño soñaba con conocer a esos grancarajos que marcaron con su música a tantas personas en el mundo. Con el tiempo surgió lo esperado, pues del gusto pasó a la apreciación exhaustiva de cada acorde; y de ésta al fanatismo. Toda la discografía en apenas unos años y una extensa lloradera en noviembre del 91, cuando el líder de la banda falleció a causa del Sida.

Ya de adulto, digo con todo orgullo que soy fanático de Queen. Y reconozco que desde aquellos tiempos en que me convertí en un “freak” de su música, tuve el ferviente deseo de conocer a los miembros restantes de la banda. Mi fanatismo me ha llevado a olvidar que necesito un carro, una moto o cualquier otra porquería semejante, puesto que ir a una agencia de viajes a fin de volar a perseguir a Brian May, Roger Taylor o John Deacon, se me hace más necesario.

Fue en Madrid, durante una muy criticada gira del grupo junto al cantante Paul Rodgers, que vi con más posibilidades el estrecharles la mano a los intérpretes de “The Prophet’s Song”. Desde que llegué, gasté preciosísimas horas en los mejores hoteles de la ciudad a esperar que salieran Brian o Roger. Supe pues, con mis investigaciones de rigor, que Brian y Roger se presentarían en una rueda de prensa con motivo de la organización de la edición española del Festival 46664 a beneficio de la Fundación Nelson Mandela. Primer contacto: llamar al lugar donde se realizaría el evento.

—¿De dónde llama?, ¿de Venezuela?

—No, bueno sí, no. Es decir, soy un periodista venezolano y me encuentro en Madrid para cubrir el evento.

—¡Pero qué guay!... Anote: Lucila Castañeira. El móvil es 651 51 98 94. Tiene que avisarle a ella...

Una Mahou por el pecho porque la cosa está cerca. Como trabajo en una radio, planeé demostrar que ciertamente podía transmitir la rueda de prensa vía telefónica. (Nojoda, las que se inventa uno...)

—“Hola, es Lucila, déjame un mensaje y luego te llamo, ¿vale?”

—Aló, Lucila. Hola, mi amor, mi nombre es Carlos Medina, mira, yo soy un periodista venezolano que vine exclusivamente a España a cubrir la rueda de prensa. ¿Me puedes meter en la lista? Dale... este... te llamo más tarde. Gracias, cariño.

Estos sudacas... Me largo a las 4:30 p.m. y llego al sitio. Una cola infernal de fotógrafos y de periodistas pelúos con cámaras más arrechas que la mía. Digo mi nombre a la recepcionista de la Fundación. No estoy. No me encuentran. Pongo mi acento más venezolano posible (casi cubano), y digo: “Mira, yo hablé con Lucila y ella me dijo que me pondría en la lista”. Me dejan pasar, ante la mirada de odio de uno tipos que se parecen a los de Barón Rojo.

Pillo la sala. ¿Por dónde entrarán? Un tipo se me acerca preguntándome que cómo voy a transmitir. Le respondo que vía celular. Bueno, móvil. Mi pobre Nokia: lo escondo hecho el pendejo porque está apagado. Comienza la rueda de prensa. Me pongo al lado de una corneta a fin de sugerir que estoy captando todo. Una hora de paja. Sale la oradora y dice: “Ahora, con vosotros, el señor Brian May... Roger lamentablemente no pudo venir”. Una retahíla de vainas me nublan la mente:

1. Verga, ahí está el tipo.
2. Qué alto es el coño e’madre.
3. Estoy aquí.
4. God Save the Queen.
5. ¿Qué diría Alfredo Escalante? Que lo conoció en Tarzilandia, en 1981.
6. “Don’t you hear my call though you’re many years away”.
7. La portada de News of the World.
8. Estoy aquí.
9. Ese señor conoció a Freddie Mercury, qué bolas.
10. El Disco es Cultura...

Habla un buen rato. Descargo un rollo entero y repaso por cuadragésima vez cómo voy a hacer para ir “a por él”. Termina la rueda de prensa, se levanta y se desplaza a una puerta medio oculta. Hay una periodista de pelo rojo que intenta subir para perseguirlo; los guardaespaldas la detienen y veo que ese es el momento en que Dios me guiña un ojo por primera vez en su puta vida.

Estoy arriba y nadie me ha visto. Me voy detrás de Brian, y me le acerco lo suficiente como para que el famoso greñero me haga cosquillas en los ojos. Es que tarda en cruzar un estrecho pasillo y por eso casi choco con él. De inmediato estamos en una habitación de paredes de vidrio. Unos tantos ingleses adentro que me ven pero no me dicen nada. Brian se voltea, se quita una chaqueta y lo abordo:

—Hello, Mr. Brian. My name is Carlos. Very glad to meet you, Sir... Would you please to firm, perdón, to sign this for me?

Le entrego un par de fotos y dos libritos de cd’s y los firma con gusto.

—Yes indeed, and thanks, Carlos, where are you from?

—Venezuela...

—Oh, lovely country

—Yes, everyone says so... Now, may I take a picture with you?

—Of course lad... C’mon...


“¡Gallileo, Gallileo, Gallileo, Gallileo Gallileo figaro, Magnificoooo!“



Volví a ver a Brian dos veces más en un hotel cercano al Paseo del Prado. Todos los discos solistas firmados. Ya sabía que me faltaban dos: el baterista y el bajista que prefiere el anonimato al salir de gira. Por lo menos para conocer a Roger Taylor esperé un año, cuando volví a ver esos dos en el Aruba Music Festival. Ahí fue más sencillo, pues fabriqué de nuevo la parodia de “cubrir el evento como periodista” para finalmente asistir a la rueda de prensa de un aburrido Paul Rodgers. Luego me encontraría cara a cara con Roger Taylor para tomarme una foto con él y hacer que me firmara unos cuantos discos. Siempre boquiabierto, como un carajito.

Aterrizaje en la A de Maceita

Yoyiana Ahumada Licea




Aquella mañana la despertaron más temprano que nunca. Ese día jueves, por cierto, a las 5:30 sonó la diana que la puso en pie:

-Mi reiñiña, te me vas a quedar ahí flojita. ¿Qué quieres que te barran las meigas? -. Quien así hablaba era la Nana, una gallega cuya lengua se negó a machucar el español y con quien hubo que aprender un código nuevo. En casa se habló primero el lenguaje de Galicia que el de Castilla.

Evidentemente, había que planchar el blujin. Le apretaba ahí, justo en esa barriga que todavía acompañaba sus primeros pasos hacia una precoz mujerez. 13 años, en un cuerpo de 16 y una cabecita de 10.

Una rápida mirada dio cuenta del aditamento que faltaba: la pañoleta ¿Dónde la había dejado? Habla la Nana:

-Pues las meigas no se la llevaron, mi reiñiña, debes haberla perdido.

-No, no la pañoleta no, hoy es la iniciación, hoy por fin completo la palabra, y entonces me imponen el sellito en la franela blanca.

-No reiñiña, blanca nada, es que la metí con otros colores y ya ves se quedó así como color mierda. -Señor Lenin que estás en los cielos, si es que alguna vez encontraron sus restos. ¿Qué hace la pobre muchachita? Auxilio, sino lleva la franela blanca no puede completar la palabra, y sino, no hay campamento, ni juramento, ni ofrenda floral.

-Busca Nana, busca…

La desesperación aumenta.

Se va a hacer tarde, el pantalón encogido, más barriguita que tela, pero ese es el pantalón del campamento. Aunque ya se le desborde el cuerpo y la franela, esa ahora color mierda, tampoco la ayudan a esconder la infancia que se empeña en retener.

-Aquí reiñiña, aquí está.

Objeto del deseo, por fin, demasiado grande, cuelga hasta las rodillas, tapa el blujin apretado, encogido por el uso y la secadora. Menos mal que cuando estén todos reunidos en la ceremonia, podrá soltarlo y dejar que la barriguita se acomode.

-Ajá reiñiña, acá los zapatiños, como les dice tu madre tan graciosa, los tennis.

Lista, ya el pelo está en orden: le hacen las dos colitas, que la dejan china y casi no puede reírse, pero total la risa no hace falta, es enemiga de la solemnidad de la reunión que en pocas horas la espera y que no la acompaña mientras se empuja el café con leche y se dibuja unos bigotes de gato que con cariño le seca la frondosa gallega.

-A ver mi reiñiña, como es que vas a decir.

Emocionada, la niña toma aire para soltar su frase, pero la madre se la arrebata entrando desde el fondo de la casa. Con una vez suave espeta:

-Hasta la victoria siempre, Carmela.

-¿Mami me van a emular? -inquiere emocionada.

-No, mi amor. Vas a subir un nuevo peldaño para que continúes representando a los niños de las familias que salieron de Cuba por circunstancias, pero cuyo trabajo y solidaridad de lunes a domingo, les ha ganado ser llamados a ver ¿Gusañiños? -espeta la Nana en gallego Castro-Ruz, mientras termina de arreglarle la lonchera a la reiñiña.

-No, no, por tu vida Carmela, jamás, nosotros afuera de Cuba. Comemos cubano, bailamos cubano, y trabajamos por Cuba, y aunque no tenemos permiso para entrar ni para enterrar a nuestros muertos, la cubana es un compromiso, no es una elección. Y por eso entregamos los ahorros a la causa con un fervor revolucionario, sin descanso, sin recompensa.

-Ah ya sé, mami, nosotros somos lo que viene después de los gusanos, o sea los animalitos que maduran, y salen del capullo, las mariposas.

-Algo así mi amor -acomoda incómoda la madre su labial que se le ha corrido por el fragor de una conversa combatiente.

-Mami, entonces ¿a partir de hoy, yo no soy más Alina? Entonces, después de ser una vocal, digo la M, y luego la A, la C, la E, I, T y así por fin tengo las seis letras. Después de seis años, de viajar a Cuba todas las vacaciones y estarme calladita en la última fila y de llevar los apuntes, de no poder entrar a la sede del partido sino mirar por la ventana, de quedarme de pie sosteniendo la bandera, comer de última en el comedor, quedarme sin postre para dárselo a la compañera coordinadora, lavarle sus pañoletas y sus pantaletas. ¿De verdad soy una Maceita?

Pausa emotiva, que ninguna de las tres mujeres tiene como llenar.

-¿Y cuando voy a ser una Macea? Así grandota, de las que tienen misiones importantes en el mundo, las que llevan cartas, las que espían, mami, esas son las que me gustan.

-Cuando cumplas 18 te iniciarás en la Gran Brigada Internacional, Antonio Maceo. Ya te veo, reunida junto a los compañeros de Puerto Rico, México, Argentina, Estados Unidos, Canadá, España, en medio del salón del Comité Central del Partido Comunista, recibiendo tu franela azul, tu pañoleta azul, tu gorrita azul. En realidad, de la Juventud del Partido, donde estoy segura que destacarás y muy pronto te asignarán misiones acordes a tu inteligencia y tu preparación. Nana, un pañuelo, estoy muy emocionada con la iniciación de la niña -suelta lacrimógenamente la madre, a quien traiciona su origen de radionovela.

-¿Y es verdad que después de hoy, ya no regreso más a la casa y que cuando llegue a Cuba vamos a ir a otros campamentos junto a los dulces pioneritos que son los soldados de la revolución, junto a quienes izaremos la bandera todos los días a las 6 de la mañana?

-Sí mi amor, también es verdad que vas a tener que tender tu cama, preparar un acto, hacer ordenadamente tu cola para bañarte, para subirte a la guagua del campamento; seguro que te escogen para dar el discurso…

-¿Mami, te puedo hacer una pregunta?

La madre, intuye que viene humo y metralla, quiere cortar la cabeza del monstruo

-Estamos atrasadas, mi amor.

-Mami, ¿por qué a mis compañeros de clases no los llevan a Cuba? ¿Por que todos los años en vacaciones ellos van para Miami, a un sitio que se llama Disneyworld?

-Ellos no han despertado aún, ellos están tomados por una serpiente silenciosa que se mete en las camas de los niños y los hace tener pesadillas horribles con un ratón gigante que se llama Mickey Mouse.

-Uy mami, qué susto, menos mal que en Cuba no hay ratones, sino unos caimanes barbudos muy valientes. Bendición Nana.

-Adiós, mi reiñina, no dejes de traerme unos bolsitos de arena de playa Girón, mira que este año, les llevo regaliños a los parientes.

El Madrid de los bigotes

Roberto Echeto



Luis era un señor normal y corriente, con camisa de señor normal y corriente, gafas de señor normal y corriente y pantalones (por encima del ombligo) de señor normal y corriente. Lo que lo diferenciaba del resto de los señores normales y corrientes que conozco era que regentaba una extraordinaria tienda en la calle Atocha de Madrid.

Llegué a Selina Casado, pelucas y postizos un día en que fui a desayunar a una panadería. Con sólo doblar por donde no habíamos doblado antes, llegamos ante la vitrina de un almacén donde se exhibían, sobre las cabezas impersonales de unos maniquís, una o dos docenas de pelucas de todas las formas, tamaños y colores: afros, rulos, bucles, melenas lisas, fantasías de colores, maravillas tipo Carlos III, largas pestañas, barbas y —¡oh apoteosis!— unos bigotes estelares.

Cuando vi tan fascinante mercancía, pensé que debía entrar de inmediato, pero la tienda aún se encontraba cerrada. Así que me fui con mis amigos a la panadería Peter Pan, a comerme un bocadillo de jamón serrano con dos enormes tazas de café con leche.

Después de terminar tan frugal desayuno, Fátima, Juan Carlos y yo regresamos a Selina Casado, pelucas y postizos. Luis, el señor normal y corriente, nos atendió con suma amabilidad. Al preguntarle por los bigotes, me dijo:
—Sólo me quedan éstos —y sacó dos paquetes del tamaño de una resma de papel, en los que se agrupaban los pequeños sobres de plástico que por dentro llevaban un trozo de cartulina blanca con las palabras «Moustache 100% human hair; Made in Korea» y un bigote cada uno.

Yo escogí dos: uno modelo M3 y color 320, y el otro también modelo M3, pero color 2. Para que lo sepan, el modelo M3 es exacto a los bigotes de Marcel Granier y la diferencia en el color estriba en que uno es canoso y el otro no.

Por si fuera poco, Luis me dijo que no podía llevarme el bigote sin el pegamento para poner en su sitio el mostacho antes de salir al escenario.

—Ud. se rasura bien, se aplica el mastic y después el bigote —me dijo con la tranquilidad y la sabiduría que brindan los años que tiene al frente de su proveeduría de postizos.

Después que le pagué, me puse a detallar su tienda. Era un espacio limpio y ordenado que no tenía atisbos de haber recibido el beso de la decadencia. Por todas partes, había cabezas de maniquíes cubiertas con la más delirante variedad de pelucas que yo hubiese visto en mi vida, fotografías de gente famosa, de gente normal y de drag queens, todos con sus creaciones cubriéndoles las molleras.

Luis debe haber notado mi perplejidad y la de mis amigos porque dijo:
—Nosotros tenemos esta tienda donde vendemos postizos al detal, pero nuestro verdadero negocio es el espectáculo, y comenzó a sacarnos varios álbumes de fotografías organizados según el tipo de pelucas… La sección clásica tenía imágenes tomadas en las funciones de Lope de Vega, Calderón, Zorrilla y en un sin fin de óperas y zarzuelas. En la sección contemporánea, había fotos del musical Cats, de A chorus line y del día del orgullo gay (en el que según Luis, se vendieron más pelucas que nunca).

—El último trabajo grande que hicimos fue para la producción de Madame Butterfly. Lo terminamos hace dos semanas.

—¿Y de dónde salen las greñas para hacer las pelucas? —Preguntó mi amiga Fátima.

—El pelo para las pelucas viene de Alemania y mi trabajo consiste en hacer las pelucas y peinarlas.

Casi nada. Esa pequeña conversación inspiró esta bella crónica en la que espero haber retratado un pequeño detalle de Madrid... De mi Madrid.

Y ahora, a esperar la ocasión para usar mis nuevos bigotes. No será para representar a Fernán Gómez, el Comendador de Fuenteovejuna, ni para disfrazarme de ascensorista, pero a alguien fastidiaré.


http://robertoecheto.blogspot.com/

Dos horas de niñez

Juan Carlos Chirinos
El capitán bajó de la goleta y en lo primero que pensó fue en quitarse pronto los zapatos.

No era acaso porque quisiera sentir con las plantas de sus pies la firmeza de la tierra que contrastaba con el vaivén de las últimas dos semanas, ni porque un callo mal curado atormentara su tranquilidad. Había llegado, argumentó, después de deambular como un poseso por toda Europa, a la culta Atenas, y eso requería un poco de respeto.

Tantos años leyendo sobre esa ciudad y esa mañana se le presentaba caótica y alborotada, ajena a las sesudas conversaciones de los filósofos que siglos antes patearon sus calles concentrados en el significado exacto de la virtud o de si se podía equipar la palabra a la cosa. Tan solo era una ciudad como cualquier otra, llena de mercaderes que pululan entre gritos, deseosos de deshacerse lo más pronto posible de su mercancía. Una ciudad que miraba el presente entre las ruinas de su pasado glorioso. Todo eso argumentó el capitán, famoso entre sus amigos por el amor nada moderado por los libros y el saber, dueño de varias lenguas, la primera de las cuales le sirvió durante esos años para enloquecer a decenas de mujeres de múltiples nacionalidades.

Pero la realidad era otra.

El capitán necesitaba echarse sobre un catre y abandonar la dura y pulida forma de sus botas para que sus dedos se movieran felices, y para entregarse al único placer que no compartiría nunca con nadie: el olor de sus pies. Cada intersticio de sus dedos, cada mota de polvo colada por fuerza del azar, cada piel mal cicatrizada, se cocinaba en el amoroso abrazo de sus dedos y resguardaba para los momentos de reposo el aroma que lo tranquilizaba siempre.

Cubierto por una manta donde anidaban las pulgas por la noche, el capitán desabrochó las correas y desató los nudos de su botas, que volaron lejos de él, al rincón de donde las recogería al día siguiente; se deshizo de las medias, gruesas para aguantar el frío del mar en invierno y les permitió permanecer a su lado, debajo de la manta. Movió hacia delante y hacia atrás los dedos y trató de separarlos como si fueran las manos de un orangután lampiño. Metió la cabeza dentro, esperó un segundo para asegurarse de que el efluvio había conquistado todo el territorio y suspiró. «¡Por fin!», pensó, y todos los momentos gratos de su infancia volvieron a él, sosegándolo y asegurándole que ninguna desgracia por venir sería tan mala como para arrebatarle el privilegio del olor de su niñez. Aún no era mediodía y la posadera tardaría en llamarlo a comer; dos horas de sueño no le vendrían mal. Dos horas de niñez.

Justo antes de entregarse por completo a la almohada, sonó la puerta. El capitán no era de disgustos fáciles, pero esa interrupción, después de tanto tiempo bamboleándose en el mar, podía bastar para que hiciera vengador uso del florete que acababa de adquirir por buenas tres onzas de oro a un mercader de Estambul, tan persistentes siempre. Y sin esperar a que él permitiera el paso, la mano intrusa abrió la puerta y una cabeza pequeña se asomó. La penumbra no dejó que el capitán descubriera de quién se trataba hasta que oyó la voz.

—Pensé que como falta tanto para la comida...

El capitán levantó la sábana, como la roca de la cueva que se aparta para dejar a los cuarenta ladrones, y la joven se zambulló dentro, aferrándose al fibroso pecho del capitán.

—Sólo un rato, pero luego te vas, necesito descansar un poco antes del almuerzo —suplicó el capitán, que ya sabía que sus horas de niñez habrían de esperar a que el hombre en que se había convertido cumpliera con el deber que se había impuesto desde que partiera de Madrid: no se aprenden siete lenguas para atesorarlas como avaro cambista neerlandés.

Los grititos con que pronto la chica pobló el interior de la sábana devolvieron al capitán algunas horas de su infancia, pero ya sus pies pisaban el polvo del suelo y habían perdido la gracia del regalo que se acaba de desenvolver. «Y así no sirve», pensó el capitán, agregando con voz ronca de gusto un «¡kleitorída!» que excitó más a su lengua y desvaneció a la muchacha, que se untaba las medias gruesas sobre los senos.


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Viajantes

Jacqueline Goldberg


Empezó con un viaje.
Habían ido a Europa como tantas veces.
Se encontraban en hoteles pequeños.
A orillas del Sena,
en sótanos de Venecia,
en puertos de la Costa Azul.
Llegaban con las sombras.
Permanecían días bajo las sábanas,
transgresores de toda premura.
Adoraban presentir ciudades hirvientes e intocables.
Nunca atravesarlas. Nunca desafiarlas.
Bastaba el deseo.

Llegaron a San Sebastián a medianoche.
Él un poco antes que ella.
Sabían de antemano el número de su habitación
en el hotel María Cristina.
Sabían que una prodigiosa ventana colgaba de la bahía.

Zoe atravesó el hall y tomó de inmediato el ascensor.
En el tercer piso, el viajante aguardaba desnudo.
Siempre la esperaba en penumbra.
Apenas ella golpeaba la puerta,
él asomaba el brazo y la succionaba.
Sólo encendían la luz después de que Zoe
hubiese alcanzado tres veces la mordacidad.
Tres veces seguidas.
Era promesa.

San Sebastián sería la última vez.
No habrían más encuentros,
más océano tragado con angustia.
Durante tres años, Zoe y el viajante
se habían encontrado furtivamente.

Estarían encerrados una semana.
Partirían sin mirarse.

Lo mismo habían jurado en París.
Luego en Hamburgo. Un año atrás.
Pero entonces creyeron que aún
les faltaba un trozo de continente,
un instante mesurable que los convenciera.
Buscaban despedirse en gloria o dolor.
Hamburgo fue noble,
les brindó una nevada impetuosa
que presagió un próximo encuentro en Budapest.
Ahora sí, el postrero. El arropador.

Pero Budapest tampoco fue epitafio.
Demasiada belleza.
Propusieron entonces una frontera.

En San Sebastián, al menos, podrían consagrarse
a la terquedad de los cuerpos.
Así lo hicieron.

Despertaban tarde.
Pedían frutas y panes, luego champagne.

Amarse era una reiteración.

La última noche prefirieron permanecer en el vaivén
de seis botellas de Veuve Clicoq.
Bebieron lentamente.
Dejaron correr la mitad de una sobre sus cuerpos,
lamiéndolos con desazón,
convencidos de que aquel rito
los sedimentaría en odio.

Sólo se odiarían años después.
Siglos después.
Cuando comprendieron que nadie más
los aguardaría en secretos hoteles.
Cuando la piel requirió algo más que rebeldías.
Cuando otros amantes intentaron apaciguar el desgano
con mal añejados alcoholes de provincia.

Rusia, un gigante que tropieza

Rafael Osío Cabrices



Primer día: jueves, 18:22 horas. Tres horas después de haber despegado del inconmesurable aeropuerto de Frankfurt –una araña con diseño de avanzada, multirracial, con tanquetas en las pistas y alambre de púas en torno a los ductos de aire– un avión más bien pequeño de Lufthansa pierde altura en la noche casi absoluta. Estamos cerca del Círculo Polar Ártico y del fin de noviembre. Vamos a aterrizar en el aeropuerto de San Petersburgo, la ciudad de los zares, el escenario de la Revolución Bolchevique, la joya medio escondida que vuelve a revelarse a Occidente. Pero después del crepúsculo invernal, lo único que se ve desde las ventanillas de la aeronave es un desarrollo esquelético de pueblo de frontera: cubierta de nieve, mi primera imagen de Rusia es la de un dálmata infinito, que yace dormido con su piel blanca salpicada por negros edificios, negras calles, negros indicios de una urbe que no alcanzo a imaginarme.

Me revisan el pasaporte y la visa rusa dos mujeres jóvenes que apenas me miran la cara. Tienen uniformes militares y trabajan en una suerte de container que dice passport kontrol. Se ríen, cuchichean, me dicen adiós con la mano para que entre al país que le ladró en la cueva a Estados Unidos durante medio siglo. El terminal es pequeño, provinciano, altas paredes de falso mármol. Marina, nuestra guía, sale a nuestro encuentro con un acento castizo y un abrigo de piel de castor. Afuera, en lugar de las brigadas de taxistas, agentes de turismo o porteadores que suelen acosar a los recién llegados, lo que se nos echa encima es un aire paralizado a 14 grados bajo cero. Camino al autobús, siento que se me encoge la membrana pituitaria y que se me secan los ojos. Estoy en Rusia.

21:30 horas. Hasta el momento lo que he visto de San Petersburgo son edificios para la clase media, dispuestos en diagonal sobre el paisaje llano de las afueras. Hay poca luz, pocos carros, poca gente, mucha nieve. El Hotel Pulkovskaya parece un ministerio cubano al que han echado una mano de pintura. Luego de registrarnos salimos a explorar. Cerca está el inicio de la avenida Moskovski. Hay una redoma con un monolito escoltado por estatuas, el monumento al sitio de Leningrado (tal era el nombre de la ciudad durante la era soviética; en 1993 recuperó la denominación con que fue fundada). Una vez que Hitler y Stalin rompieron su pacto de no agresión, los nazis sitiaron a San Petersburgo en el segundo intento de un gran ejército de Europa Occidental por conquistar Rusia. Rodearon la ciudad 900 días seguidos. Murió poco más de un millón de sus habitantes, 600.000 de ellos por hambre, hasta que el Ejército Rojo expulsó a los invasores.

Entramos a los almacenes Moskovich. Son tiendas de departamentos en las que señoras tristes (des)atienden sin comprender por qué uno no habla ruso, ni entiende una palabra de lo que están diciendo. La mercancía no es cara (30 rublos son un dólar, una cotización alcanzada tras varias devaluaciones) pero no luce de buena calidad y está bastante pasada de moda. Nos sentamos a tomar un té y un hombre borracho insiste en conversar con nosotros, por más que le decimos “rusky niet, rusky niet” y le instamos con señas a que se quede tranquilo. Hemos vuelto sin entusiasmo, resbalando en las aceras congeladas. El jet lag me impide pegar un ojo. Con cada viaje de los ascensores, las entrañas del hotel suenan como si el edificio tuviera hambre.

Viernes, 10:00 horas. El desayuno ocurre en una discoteca; tiene que serlo un entorno redondo, con un altar de cornetas, forrado de desmesurado rojo. Y pocas cosas son más tristes que una discoteca de día. Bueno, en realidad no ha amanecido. Mesoneros de pantalones raídos aguardan a que uno termine para retirar las bandejas de self service. Profesionales o negociantes rusos y turistas chinos componen el resto del aforo del lugar.

10:30 horas. Por la Moskovskaia, en plena hora pico de la mañana, todo es gigantesco. Ya barrieron buena parte de la nieve: el resto se va convirtiendo en un barro marrón que lo ensucia todo. Hay muchas tiendas, parques, boutiques de marcas muy conocidas en Occidente, abrigos andantes que esperan los buses o los destartalados tranvías que se arrastran por un carril central. Aproximadamente 4,7 millones de personas habitan esta extensa y chata urbe de 600 kilómetros cuadrados. Veo prosperidad, Mercedes y Mitsubishis en buen estado. Las vallas anuncian conciertos de Los Bee Gees y Rick Wakeman. A medida que nos acercamos al centro, viajamos al pasado de San Petersburgo: los largos bloques del sólido constructivismo soviético son sustituidos por edificios de principios de siglo con escaleras externas hacia bares en el sótano, como en Nueva York. Nada es más alto que la aguja del Almirantazgo, uno de los símbolos del lugar, que está a 64 metros del suelo. Marina habla de Tolstoi y Dostoievsky, las voces mayores de la literatura de una era dominada por esta ciudad. Recuerda los cuentos de Sebastopol de Tolstoi y aprovecha para quejarse de las 7.000 bajas rusas en la guerra de Chechenia.

13:00 horas. Fuimos a la fortaleza de Pedro y Pablo, el núcleo alrededor del cual se construyó San Petersburgo. En 1703, Pedro I, un loco hiperquinético de más de dos metros de estatura a quien se conoce como Pedro el Grande, le ganó una batalla a los suecos y les arrebató una posición al fondo del Golfo de Finlandia, justo donde el río Neva se parte en dos para disolverse en el mar. Allí, Pedro I decidió que se haría una ciudad. No le importó que unas cuantas tribus eslavas eran las únicas que podían habitar ese inmenso pantano. Él quería una ciudad, y la tuvo, con el costo de millares de vidas: en 1712, cuando se declaró capital de Rusia, el fuerte de madera ya había sido suplantado por un cuartel de verdad, que fue pronto rodeado por palacios y calles, por una ciudad en forma de estrella que partía de ese fortín primigenio. Y era eso lo que acabábamos de ver, flanqueados por nutridas manadas de turistas rusos que admiran bulliciosos las tumbas de los Romanov (incluyendo la de Anastasia; allá nadie cree en el cuento de la princesa perdida). Como en toda fortaleza rusa, hay un montón de capillas dentro, es como una ciudad dentro de otra.

Ahora tratábamos de comprar artesanía cara en un comercio exclusivo para extranjeros, llamado North File, en el que atienden jóvenes vestidos a la ultimísima moda que machucan el inglés (los mayores, grandes perdedores en un país cuyas jubilaciones son de 30 dólares mensuales, simplemente nos tienen pánico, y ven a los extranjeros como invasores extraterrestres). Desde su puerta, desde el espacio que dejan los carros estacionados anárquicamente sobre las aceras, se aprecia el costado sur de la isla Vasílievsky, donde está la universidad, la cual está formada por una hilera de palacios todos distintos, cada uno facultad o museo, incluyendo el primero que hubo, un gabinete lleno de monstruos y curiosidades donde Pedro I había ordenado dar una copa de vodka a cada visitante, para estimular a los nativos a tener contacto con la cultura (Así era Pedro el Grande: una vez viajó a Holanda de incógnito y aprendió 15 oficios, desde carpintería hasta ingeniería naval). Pero en materia de museos, nada como el Ermitage, el más grande del mundo. Pasamos tres horas allí, trotando entre salas atiborradas de pinturas. Los zares eran compradores compulsivos de arte y hay más Rubens, Van Gogh o Matisse de lo que uno puede soportar.

21:00 horas. Hoy, unos niños han robado al mayor del grupo de venezolanos en el que ando, un setentón. Lo rodearon en una de las entradas del Metro y le sacaron dinero del bolsillo. El Metro está a 100 metros bajo tierra, para evadir el nivel freático del ex pantano. Para llegar a los andenes, se desliza una ficha tipo moneda por el torniquete, y se encarama uno en una escalera mecánica que va a varios kilómetros por hora túnel abajo. Los rusos van impertérritos en ese viaje vertiginoso: total, hasta beben cerveza dentro de las estaciones, duermen, se besan, piden limosna con animales al lado, conversan en su lengua incomprensible. Y se empujan unos a otros sin jamás pedir perdón. Tengo un buen libro guía y decidimos salir a caminar. Nos metemos en algunos bares. Cuesta un mundo hacerse entender y pedir un vaso de vino. Hay muchos casinos domésticos, abastos, buhoneros que venden gorros, bufandas y guantes. San Petersburgo será completamente igual a una gran ciudad de Europa occidental en pocos años. Y Rusia será una gran potencia si logra aprender a convivir consigo misma: a aplicar la ley, a suplantar no con el vacío, sino con un Estado eficiente, la otrora omnipresencia de la administración soviética.

Sábado, 23:00 horas. Caminamos por la antigua avenida Nevsky. Vimos grandes tiendas y muchas, muchas mujeres muy bellas, con ojos claros y rasgados y una piel de blanco acero en la que resbala el aguanieve. Estuvimos en Tsárskoie Selo, el palacio de Verano de la otra gran constructora de San Petersburgo, Catalina II, que también era Grande (aunque no medía dos metros, fue por su carácter que ganó el apelativo, ya que mandó a matar al marido para usurpar el trono). El palacio, que uno puede alquilar completo por 200.000 dólares, y de hecho lo hacen los supervivientes de la nobleza rusa para sus fiesticas, fue arrasado por los nazis y la nueva Rusia lo ha restaurado con el desmesurado, irracional lujo con que fue construido. Hay habitaciones forradas de oro, o de plata, de ámbar, de lapislázuli. Luego fuimos a la Iglesia de la Sangre Derramada, un templo parecido al moscovita San Basilio, que se levantó en el mismo lugar donde un comando terrorista mató al zar Nicolás I. Allí cerca encontré el único cybercafé que me topé en tres días.

Ahora queremos aventuras, y hemos de encontrarlas en el sótano mismo del hotel, en el Red Bar. Apenas entramos se nos echa a la vista el cuerpo desnudo –salvo por un hilo dental– de una muchacha que pende de un tubo que va del techo al suelo. Luces rojas, asientos rojos, un DJ como de 12 años, un barman como de 55, una menuda mesonera como achicopalada por la desnudez de sus compañeras de trabajo. Las stripper son tres y se van rotando. La cosa está pintoresca tirando a tristona cuando todo comienza a despeñarse. Entra una joven vestida pero que resulta ser stripper, porque intenta varias veces hacer las piruetas en el tubo, pero el efecto de la heroína o la cocaína no se lo permiten. Un gordo con la cabeza al rape baila con ella y la arrastra por los tobillos de un lugar a otro. Una mujer morena le pide al gordo que no lo haga. El gordo la insulta. La muchacha sigue igual. Apagan la música. Era el momento para irse, pero entran seis tipos de negro, todos con aire militar y se ponen a intercambiarse a la muchacha drogada. Un presunto jefe de seguridad del hotel trata, en vano, de convencer al gordo y sus matones de que se vayan. El que se va es él. Los mafiosos se llevan a la mujer morena, que ha estado insistiendo en que dejen a la mujer-juguete en paz, y le pegan en la puerta del baño. El encuentro cercano del tercer tipo con la famosa mafia rusa termina más de una hora después, cuando los gangster han despejado la salida. Mi jet lag me impide, por segunda noche consecutiva, pegar un ojo.

Domingo, 23:30 horas. Nuestro último día en San Petersburgo tuvo más avenida Nevsky, una comida en el café donde Pushkin recogió a su testigo el día del duelo por honor que le causaría heridas fatales, y un espectáculo de danzas folklóricas. Tuvo lugar en un pequeño palacio que era como un agobiante Disney a la rusa: una pareja disfrazada de Pedro y Catalina se ofrecía para la foto; los músicos y bailarines hacían lo suyo sin sacarse una insólita sonrisa de la cara; el personal artístico nos hostigaba en el intermedio con vodka y canapés para que les compráramos discos. A media noche tomaremos el tren Flecha Roja con destino a Moscú. Nos despedimos de la muy hermosa San Petersburgo con una cerveza en un bar donde tocan guitarristas flamencos y hay monitores con Fashion TV. Un buen preámbulo para el viaje de ocho horas por las estepas heladas.

Lunes, 9:00 horas. En Moscú, un venezolano no se siente en otro país. Se siente en otro planeta. San Petersburgo tiene mucho de varias ciudades europeas, a una escala siempre mayor. Su orden y su belleza la hacen mucho más digerible. Pero en la capital prevalece o la antigua Rusia, medieval y tártara, o la colosal e intimidante arquitectura soviética. Una cosa es Pedro el Grande, y otra muy distinta es Josef Stalin. Son ocho millones de personas los que viven en esta ciudad desordenada, de edificios desiguales que se amenazan entre sí. Casi nueve siglos tiene aquí lo que empezó como una aldea en las márgenes del Moskova, y que prosperó gracias a su condición de encrucijada de rutas comerciales en la estepa. La urbe está organizada en espiral, y se le reconocen cinco anillos concéntricos alrededor del Kremlim, la ciudadela fortificada donde está la sede del Gobierno. Lo sabemos pronto porque nos llevan al Hotel Nacional, una maravilla de lujo inglés de 1905 que nos albergará por dos noches y que permite al desayunar ver el Kremlim en pleno desde la mesa, junto a la entrada de la Plaza Roja.

Tenemos suerte: pudieron alojarnos en el siniestro Hotel Intourist, doblando la esquina, o en el Russía, una locura staliniana de 6.000 habitaciones donde hay que salir a rastrear por los pasillos a los huéspedes perdidos. Las omelettes del Nacional nos compensan de los malos desayunos del Pulkovskaya. Pero Moscú, con viento y nieve, con gente aún más apurada y silenciosa que en la Venecia del Norte (llaman así a San Petersburgo por sus muchos canales y sus más de 300 puentes) no promete darnos mucho más. Aquí es tan patente como en la otra ciudad el interés por rescatar el pasado que pretendió sepultar la URSS. Han gastado lo que no tienen en devolver su dorado esplendor a las pequeñas iglesias ortodoxas, decoradas por doquier por fantásticos iconos. Y reconstruyeron las torres que dan entrada a la Plaza Roja, que los soviéticos habían derribado porque les estorbaban para meter los tanques a los desfiles. Tratamos de apreciarlo en la medida en que nos lo permiten las ancianas mendigas, los vendedores de gorros que nos increpan en una suerte de papiamento para turistas que mezcla inglés, italiano, castellano y francés, y el aguanieve, que nos empaña las cámaras y va amilanando, poco a poco, la resistencia de nuestros abrigos.

Tras admirar la catedral de San Basilio (que es muy bella pero más pequeña de lo que uno espera) me doy cuenta que el invierno que humilló a Napoleón y Hitler ya me está humillando a mí. La historia es conocida: Bonaparte lanzó un ejército enorme sobre Rusia. Los invadidos fueron más inteligentes y decidieron no enfrentar una fuerza numéricamente superior. Quemaron Moscú y la abandonaron; cuando Napoleón llegó, sus tropas, que vivían del saqueo, no tuvieron nada que saquear, salvo el oro de las iglesias. Pero el oro no se come. Tuvieron entonces que devolverse y los atrapó el invierno, 20 grados, 30 grados bajo cero y con hambre. A los pocos que quedaban vivos durante la retirada, las guerrillas los iban reduciendo noche a noche, por los bosques nevados. Nosotros tenemos un autobús con calefacción que nos conduce a un restaurante ruso. Nos dan borscht, una sopa de remolacha; arenques crudos; ensaladitas con eneldo; papas hervidas; milanesas de carne de cerdo. Vemos el estadio olímpico, que hoy tiene un mercado de buhoneros al lado, desde el barranco que usaba la KGB para ejecutar gente.

21:00 horas. Es la hora de explorar los alrededor del Hotel Nacional. El frío es bastante manejable. Nos detienen policías para pedirnos el pasaporte. No lo tenemos, pues está en el hotel. Se van sin consecuencias, pero el episodio nos deja un mal sabor de boca. Un taxista que no habla inglés nos deja en la puerta de un casino. Cobran 40 dólares para entrar y hay más mafiosos en la puerta. Escapamos a pie, con el corazón en la boca, por una calle a oscuras. Nos refugiamos en el bar de un Sheraton en el que suena el disco Kind of Blue, de Miles Davis.

Martes, 20:00 horas. Pasamos el día en el Kremlim. He estado en la iglesia más bella que mis ojos han visto. He pasado tres horas en el Museo del Arsenal, a punto de caerme del sueño sobre una jaula de cristal rellena de joyas invaluables de los zares. Dimos una vuelta en el Metro, un lugar surrealista donde las lámparas son arañas de cristal y los andenes están decorados con lujosos bajorrelieves. Los moscovitas pasaron buena parte de la década de los años treinta construyéndolo, a 70 metros bajo tierra, bajo el látigo de papá Stalin. La guía, Tatiana, de quien sospechamos que es una nostálgica de la URSS, nos dijo que la gente acudía “voluntariamente” a trabajar en la obra, hasta la madrugada.

Miércoles, 9:00 horas. El aeropuerto de Moscú es oscuro, gigantesco, con un sólido aire de pesadilla. El personal trabaja mal y lento. Un avión nos devolverá a Frankfurt, y de allí, a Caracas. Chao, Rusia. Chao. Una vez en mi asiento, paso tres horas escuchando la charla de un emocionado niño ruso, de unos tres años, que celebra el viaje fuera de su patria, tal vez el primero de su vida. El nené mira por la ventana la pista de ciencia-ficción del terminal alemán. Brilla el sol; nosotros teníamos ocho días sin verlo. ¿Cuánto tiempo habrá tenido él?

(San Petesburgo, Moscú, 2002)

El viaje imaginario de Francisco Depons

Diego Rojas Ajmad



“Yo cerraba los ojos para verte”
Luis Enrique Mármo
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De todos los viajes posibles, el viaje imaginario es el que mayores travesías promete. Basta nomás echar la imaginación a remontar vuelo y ante nuestros ojos, y sin salir de nuestros hogares, los escenarios del mundo hacen aparición. En minutos podemos recorrer las sabanas de Barinas, tiritar de frío en el pico Bolívar o perder la mirada en el imponente río Orinoco.

De este arte del viaje imaginario son grandes conocedores Lobsang Rampa, Julio Verne y Rafael Bolívar Coronado, entre otros. Se dice de ellos que elaboraron fascinantes historias de viajes sin necesidad de haber visto los lugares que describían en sus relatos. Pero de todos los viajeros imaginarios, quizás sea Francisco Depons el que se lleva todos los honores.

Depons nació en Francia, en 1751. Desde marzo de 1801 hasta julio de 1804 residió en Venezuela, como representante del gobierno francés. En esos tres años y pocos meses tuvo la tarea de informar a Francia acerca de las condiciones políticas, económicas, geográficas y sociales de nuestro país; informes que servirían de base para su libro titulado “Viaje a la parte oriental de Tierra Firme en la América Meridional”, publicado en París en el año de 1806. En el libro se describen las provincias de Caracas, Maracaibo, Barinas, Guayana, Cumaná y la Isla de Margarita durante los primeros años del siglo XIX, advirtiendo el mismo Depons en la introducción de la obra:

“Sin la ley que me impuse de someterlo todo al informe de mis propios ojos, mis vigilias, fatigas y gastos me hubieran conducido a resultados más perjudiciales que útiles a la geografía y a la historia (…) Es preciso que el orden que se les dé [a los materiales de su descripción] sea tal que hagan en el espíritu de mis lectores las mismas impresiones que recibió el mío recorriendo y estudiando la parte oriental de la Tierra-firme”.

Cuando comienza el relato de la descripción de Guayana y el Orinoco, el viajero Depons hace gala de sus dotes descriptivas y se explaya en comentarios tan precisos que se atreve a desmentir a los pioneros de las expediciones en el sur de Venezuela:

“Las inexactitudes que yo he verificado en las descripciones que el mundo literario debe a los padres Gumilla, Coleti y Caulín, me autorizan a asegurar que honran más su celo que sus luces, y su atrevimiento más que su exactitud”.

Como consecuencia de las noticias y descripciones novedosas y modernas acerca de América, Depons es nombrado en 1807 como miembro de la Sociedad Académica de Ciencias de París. Años después, en 1812, muere en Francia, lugar de donde nunca más saldría desde su llegada de Venezuela en 1804.

15 años después de la muerte de Depons, en 1827, Felipe Bauzá, el gran geógrafo y cartógrafo español, consulta a nuestro Andrés Bello acerca del origen de las noticias que del río Orinoco y de Guayana se hallan en el texto de Depons. Andrés Bello, el perpetuo errante, responde sin ambages, despojado de la seria y marmórea estampa que le ha endilgado la historiografía:

“Puedo asegurar a V. como cosa de que estoy completamente cierto, que Depons no vio de la Tierra firme Oriental, es decir, de las provincias que componían la Capitanía General de Venezuela, más que el cortísimo espacio que hay entre La Guaira y Puerto Cabello que aun de este espacio no vio más que los pueblos principales del camino: La Guaira, Caracas, Valencia, Puerto Cabello y los valles de Aragua; y que su residencia casi constante fue en Caracas, donde yo le conocí y traté”.

La denuncia de Bello ante este fraude continúa, desenmascarando este antecedente decimonónico del “copypaste”:

“Su obra por consiguiente no es más que una compilación de varios documentos que buenamente se le franquearon en la Capitanía General, la Intendencia, Oficinas de Cuentas y Secretaría del Arzobispo; para lo que le valieron mucho las recomendaciones del ministerio francés y el nombre del emperador Napoleón, de que sabía hacer muy buen uso. Lo que hay suyo es muy poco y está lleno de errores groseros.

Pero en donde más se deja conocer la osadía de este plagiario es en lo que dice de Guayana. Depons no estuvo en su vida en Guayana, ni puso el pie dentro de 50 leguas de distancia del Orinoco”.

Francisco Depons, francés de cincuenta años, de visita en Venezuela, prefirió la comodidad de las veladas y recepciones que se hacían en su homenaje antes que las arduas travesías por el Oriente venezolano. Para poder cumplir con su trabajo, optó por el viaje imaginario y compiló textos ajenos que describieran las zonas que debía visitar para luego hacerlos suyos. Andrés Bello nos aclara las fuentes utilizadas por Depons:

“¿Pero dónde halló Depons estos materiales geográficos relativos al Orinoco? Yo mismo los puse en sus manos. Cuando este viajero se hallaba en Venezuela estaba yo empleado en la Secretaría del Capitán General y por orden de este jefe (que lo era entonces el mariscal de campo don Manuel de Guevara Vasconcelos) le entregué un expediente creado por un Gobernador de Guayana que se llamaba Marmión”.

A fin de cuentas, el viaje de Depons resultó ser un fraude, un plagio de un informe elaborado por el ilustrado gobernador Miguel Marmión y añadidos de otros autores. Descripciones geográficas y de costumbres que el viajero imaginario francés nunca “sometió al informe de sus ojos”. Este antecedente del plagio en Venezuela nos muestra entonces las posibilidades del turismo virtual. Cerrar los ojos basta para ver lo nunca visto.



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Terror en Japón…

Carlos Zerpa


Sólo escuchar que me hablen de Japón hace que me den ganas de desmayarme, me decía Guillermo por lo que le aconteció la primera noche, aquella cuando llegó a "La Tierra del Sol Naciente", esa gran potencia económica con trece siglos de historia y de cultura que en verdad a él le fascinaba.

Resulta que llega después de un maratónico e interminable viaje, desde la ciudad de México a Tokio, a un coloquio sobre Arte NO Convencional. Recuerda que al llegar, ya lo estaban esperando en el aeropuerto la comisión de bienvenida para llevarlo directo al hotel en donde se hospedaría y en donde se realizaría el magno evento… Sayonara le decían.

Apenas pisó su espacioso cuarto, se dió un buen baño con agua caliente, se vistió bastante elegante y se perfumó; contestó una llamada telefónica que hizo acelerar su paso, ya que lo estaban llamando de la recepción del hotel para llevárselo a él y a los otros participantes del simposio a comer Sashimi, Sushi y a tomar buen Sake.

Y ahí estaba ya en el restaurante, se había quitado los zapatos según la costumbre del lugar, y una Geisha se había llevado su abrigo. Caminó entre bonsáis y estaba ya sentado sobre el tatami comiendo en una bajísima mesa un buen plato de Nigiri Sushi con algas Nori, mucho Wasabe y tomando Sake caliente, ese maravilloso aguardiente de arroz que también es llamado Nihonshu … “Sempai” decía y escuchaba brindar una y otra vez vaciando las botellitas de licor. Quizás por el cansancio del viaje, el cambio de país y de altitud o por el exceso de alcohol, se sintió mareado y haciendo una reverencia se excusó, fue al baño a orinar y a ponerse un poco de agua fría en la nuca… Eso hizo, luego salió del baño y decidió caminar un poco antes de regresar a la mesa, pues sabía que la celebración iba a durar varias horas; así que calladamente y sin zapatos salió a respirar aire fresco y a dar unos pasos fuera del recinto… Llegó a la esquina, caminó una cuadra, cruzó a la izquierda, de nuevo a la derecha e intentó regresar al restaurante cuando…¡¡¡¡¡HORROR!!!!!! No encontró el lugar. ¿Cómo era posible? Todas las calles y lugares parecían iguales, entonces regresó sobre sus pasos y tampoco lo encontró.

Todos los letreros de las calles y los locales estaban escritos en japonés. Le preguntaba a las pocas personas que conseguía a su paso pero la gente hablaba sólo japonés. Hacía mucho frío y andaba sin abrigo y sin zapatos… pero lo peor de todo, NO sabía cuál era el nombre del restaurante, ni mucho menos conocía el nombre del hotel, ni siquiera su dirección; en verdad estaba perdido, borracho y extraviado en una ciudad en donde a diferencia de lo que él imaginaba, nadie absolutamente nadie hablaba inglés. Deambulaba sin dinero y sin pasaporte, pues los había dejado en el abrigo en el vestíbulo del Sushi Bar… Estaba perdido, borracho y angustiado.

Caminó y caminó durante toda la noche hasta la madrugada, los pies los tenía con ampollas y sangrantes. Caminó muchísimo y al no poder más, se acostó en un banco de una plaza y se quedó dormido tiritando del frío.

La policía lo despertó bruscamente en la mañana, le hablaban cosas que él no entendía y cuando les hablaba él a ellos en inglés, pues no lo entendían; así que se lo llevaron detenido y Guillermo comenzó a llorar como el hombre más desgraciado de este mundo.

Lo detuvieron por ser un vagabundo y lo pusieron tras una reja junto a un hombre calvo con cara de pocos amigos que le escupía repetidamente en la cara. Estaba completamente desahuciado cuando el milagro se produjo y nuestro amigo agradeció la existencia de Dios.

Los organizadores del coloquio lo habían estado buscando durante toda la noche y le habían dado parte a la policía de su desaparición. A los pocos minutos, ya estaban sacándolo de prisión y regresándolo a su hotel. En cuestión de media hora tenía que dar una conferencia sobre Performance Art.

Guillermo lloraba en la limusina que lo transportaba al simposium y juró desde ese momento y para siempre, que apenas llegara a un hotel se aprendería el nombre y la dirección del mismo, así como su número de teléfono.

Por eso el sólo nombre de Japón hace que a mi amigo le produzca un fuerte dolor de barriga.


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Viajes al Espacio

Juan Zamora


Aquella vieja expresión de, “tirar cohetes pa’ la luna”, resurgió en mi mente por estos días. Fue cuando entré a la agencia de viajes y me entregaron un tríptico en donde destacaban sendas promociones de traslados al espacio.

Las ofertas incluían traslado hacia la torre de lanzamiento, “First Class” en transbordador espacial de lujo, todas las comidas (deshidratadas), todas las bebidas incluyendo el respectivo pitillo (indispensable por aquello de la gravedad), paseos guiados y alojamiento.

No contemplaban los impuestos ya que los mismos variaban según la posición de la luna, y de cómo ésta afectara a los funcionarios del ente recaudador. Cualquier otro servicio era opcional y debía ser cancelado al momento y en efectivo. Nada de bandas ni tarjetas magnéticas ya que podían afectar las señales de transmisión.

Me llamó la atención una nota pequeña al final del documento, que rezaba lo siguiente: “El regreso está condicionado al éxito de la misión”. No sé si la acotación era por tratarse de un “opcional”, cosa que no me pareció lógica. Mi basta experiencia en viajes me indica que lo usual, en estos paquetes, es incluir el traslado aeropuerto-hotel-aeropuerto, y que además los boletos son de ida y vuelta, o sea que, el regreso es tácito e implícito.

¿Los destinos? Diversos. Excursiones a Marte sólo para hombres, y a Venus para mujeres. Por supuesto la luna, el más solicitado. No me interesé por Ganímedes, al parecer, va gente muy extraña.

Según el gusto del viajero, ofrecían una gama de opciones entre sitios fríos o calientes, desierto o hielo, dunas o cráteres. En realidad todo se veía interesante. Mi imaginación comenzó a volar y, en breves instantes, me encontraba instalado en la barra de un bar intergaláctico, departiendo con lo más granado y variopinto del sistema solar.

¡Cómo anda la vaina Obi Wan!, verga ta’s viejo ¿Qué tal las clases de esgrima? Háblame de Luke y Leia, cuántos muchachos llevan. ¿Y Palpatine?, ¿logró lo de la reelección continua?, ¿cambió lo de la propiedad privada?. Supe que R2D2 cambió de sexo y ahora es una lavadora. ¿C3PO y que está pasando aceite y se le sulfatan los chips?. En la sección de farándula de El Mercurio, apareció una foto de Chewaka saliendo de un Centro de Belleza Integral; el tipo y que se pinta el pelo y se lo desriza, pero además está usando extensiones. Qué vaina compadre, y en la tierra las mujeres quejándose de que no hay hombres.

Con permiso, Obi Wan. Allá está el Silver Surfer, voy a saludarlo. ¡Hi-ho Silver! (jejé, qué gracioso). Hola Surfer, qué tal las olas. Según el diario El Planeta, estuviste de vacaciones en Urano, ¿cómo es eso por allá?, ¿es cierto que hay un gran océano?, si es así, entonces te lo debes haber tripeado completico con tu tabla. El peo es la cantidad de helio en la atmósfera, jejé, no te imagino hablando como “Las Ardillitas”. ¿Es verdad que tuviste tremendo rollo con los Cuatro Fantásticos? Sue y Reed y que se pelearon por tu culpa. Bueno, eso es lo que dice la prensa rosa. Que Susan dizque y que tenía una fijación contigo porque cuando te paras firme, pareces un consolador gigante. Eso lo dice la prensa, yo no. ¿Y Galactus?, ¿sigue expropiando tierras?.

Silver, ¿me prestas una “tabla”? Jejé, no creo que entiendas, esa es una expresión muy terrícola. ¡Mira! Acaba de llegar Optimus Prime, se está estacionando. Debe venir a “llenar el tanque” Qué, tampoco lo entendiste, no importa. Bueno Surf, te dejo, voy a saludar a un viejo amigo. No, no voy al baño; me refiero a Optimus... ¿Cómo es que entiende eso, y no lo de “llenar el tanque” y “préstame una tabla”...?

Hola Optimus, ¿y qué estás que te roncan los motores? ¡Caramba! Ya lo veo. ¿Y el resto de los muchachos? Ah, claro, el tráfico. Bueno vale, aquí, de vacaciones. Tomé uno de esos tours espaciales que están promocionando en la Tierra y, ya me ves... en lugar de estar visitando cráteres y anillos, preferí encontrarme con los panas. ¿Viajes al espacio? ¡Claro!, eso ahora es negocio en la Tierra. Las agencias de viajes tienen tremendas ofertas. Coño, no sé si hay servicio de encomiendas. Bueno pero es buen negocio. Puedes montar tu propio DHL o UPS. Sí bróder, como cambian las cosas, bueno, quién más que tú para hablar de transformaciones. No, no es un chiste terrícola. Mira pana y, cómo es que no sabías nada de eso, si tu vives más en la Tierra que en el espacio. Ah, bueno, eso es verdad. Andas por aquí y por allá; siempre rodando, así es.
¿Qué es de la vida de Megatrón? Arrogante como siempre. ¿Sigue con lo de su revolución y armando Círculos Decepticoneanos? Ah, ahora son batallones. Y de seguro atacando a todo el mundo y que se hace lo que el dice y que así de sencillo. Todos esos carajos son así, les encanta dárselas de General, Comandante en Jefe, una vaina de esas.

Un cornetazo y una mentada de madre en la calle, me trajeron de vuelta a la tierra. Doblé el tríptico y disimuladamente lo tiré a la papelera. No quise hacerme ilusiones, la plata no me alcanza ni para ir a Margarita, mucho menos para buscar yogurt en la vía láctea. Además, está mi esposa. ¿Qué mujer se calaría en vacaciones, a su marido metido de cabeza en un bar? Francamente...


http://lemuriosidades.blogspot.com

Las úlceras de María Caridad

María Dolores Torres



Cuando Alex llegó, Susana estaba por cerrar. Él, con un variado repertorio seductor a la mano, se arrodilló frente a la chica que comenzaba a apagar las luces del local y le rogó que lo atendiera, que era una emergencia, que su abuela –la que lo crió después de que sus padres murieran en un horrible accidente de tránsito cuando él apenas empezaba a gatear- estaba por morir en el extranjero y él tenía que estar allí con ella para tomarle la mano cuando diera el último suspiro.

Susana, que en el fondo tenía un carácter patológicamente complaciente – y a pesar de todo lo que implicaba ceder, desactivar la alarma, encender las luces, el aire acondicionado, las computadoras, hacer esperar a su amiga en el restaurante en el que cenarían, etc.-, suspiró derrotada y lo hizo entrar. Quizás esto es justamente lo que estaba necesitando -pensó mientras dejaba pasar al hombre. Su amiga Mercedes decía siempre que cuando el alumno está listo, aparece el maestro.

-Gracias, gracias, mil gracias. Pídeme lo que quieras y te complaceré. No sabes el favor inmenso que me estás haciendo. Mi abuela te lo agradecerá también -dijo Alex mientras se arrodillaba y le besaba la mano a la incauta empleada de la agencia de viajes.

Mientras Susana encendía todo de nuevo y llamaba a su amiga para avisarle que tardaría un poco en llegar, Alex tomó todos los folletos de turismo que encontró en las mesas de visitantes y se sentó plácidamente a inspeccionar el destino a donde iría a conquistar a la próxima ingenua millonaria.

-Bien, ya estoy en el sistema. ¿Para dónde y cuándo necesita el pasaje? -pregunto la chica mientras Alex devoraba uno a uno los folletos de países exóticos del lejano oriente en donde sabía, por las revistas que compraba cada semana, iban ahora las mujeres ricas de todos los países del mundo.

-¿Eh?… Dame unos minuticos, todavía no decido -le contesto el cínico sin siquiera levantar la vista de los coloridos paisajes de Bora Bora.

-¿Perdón? ¿No sabe dónde está su abuela?

-Ay amor, me disculpas, es que necesito irme mañana mismo y como tú estabas cerrando…

-Cara dura -pensó María Caridad y lo dijo Susana entre dientes, sacando valor de entre sus complacientes entrañas que, por exceso de servilidad, ardían con tres ulceras en pleno tratamiento.

Alex le dedicó su sonrisa más seductora, esa que ensayaba todas las noches antes apagar la computadora para irse dormir.

Después de unos diez minutos, Alex le extendió un folleto de Bali. Ahí seguro encontraba varias víctimas para escoger.

-Aquí –dijo mientras le señalaba la foto del folleto-, este es el lugar a donde quiero irme mañana. Pídeme una habitación económica en un hotel barato pero que quede lo más cerca posible de los de lujo. Te voy a confesar algo, si tuviera el dinero, te invitaba a venir conmigo. Me gustaste apenas te vi. Si los negocios que voy a hacer allí me salen como creo, regreso a buscarte y nos escapamos un par de semanas a donde tú quieras.

Susana, que era sumisa más no pendeja, asintió sonriendo cándidamente. Tomó el folleto y se puso a teclear en la computadora por varios minutos. Parecía buscar con ahínco para complacer a la sonrisa con patas que tenía sentada frente a ella.

-¿Puedo hacerle una sugerencia? Digo, si no es mucha intromisión -le preguntó al imbécil.

-No faltaba más. Dime lo que sea, que seguro es buen dato.

-Si va a hacer negocios de altura, debería hospedarse en un hotel con clase. Aquí le encontré un buen precio en el hotel The Bale en Nusa Dua, lo mejor de Bali. Tiene una tarifa promocional y las habitaciones sencillas las bajaron de setecientos dólares la noche a seiscientos. Es una gran oportunidad. Es un hotel espectacular.

-Oye chica, tienes razón, quizás por eso es que hasta ahora no he tenido resultados óptimos en mi empresa, anótame en ese, confío en tu buen juicio. Lo pongo en la tarjeta. Pídeme la salida para mañana y el regreso para dentro de un mes. Con eso debe ser suficiente para luego pagar el monto total y dejarla en cero.

Susana tardó varios minutos más mientras reservaba pasajes, hotel y una moto de lujo para Alex. Mientras los tiquetes electrónicos se imprimían, pasó la tarjeta y tomó la firma del gigoló. Metió los papeles en una cartuchera de cuero de las que la agencia otorgaba a sus clientes de primera clase y le dijo al cliente que como ya era muy tarde y la estaban esperando para cenar, no tenía tiempo de revisar todo el itinerario con él.

-Lo importante es que esté mañana a las 3 p.m. en el aeropuerto. Sale en el vuelo vía Amsterdam y de allí agarra la conexión. Que tenga buen viaje -explico apurada mientras apagaba todo y materialmente sacaba al hombre a empujones.

-¡Muchísimas gracias! Eres un tesoro. Te llamo al regresar para vernos -dijo sin parar de sonreír. Por cierto, no sé tu nombre…

-Susana -dijo María Caridad, mientras se alejaba caminando hacia las escaleras mecánicas.

...

-¿Mariana? -preguntó Susana al celular mientras caminaba hacia su auto en el estacionamiento… Chama, me vas a perdonar, me siento horrible contigo, pero no voy a poder ir. Conocí a un tipo que te mueres…. Sí, te prometo que mañana en cuanto pueda te llamo y te cuento…. No, no es casado…. Chao que me está esperando en su Porche, vamos a cenar.

...

María Caridad se paró de la silla, hizo algunos estiramientos, encendió las luces porque ya se había hecho de noche, le puso la comida al gato, se sirvió una copa de vino y se sentó de nuevo frente a la computadora. Allí se quedó toda la noche. A las cuatro de la madrugada sonrió al monitor mientras se estiraba en la silla. Se dio una ducha y se acostó a dormir.

...

A las cuatro de la tarde del día siguiente, Alex llegó al aeropuerto vestido a lo Julio Iglesias, pasaporte en mano y directo al avión porque llegó cuando casi estaban por cerrar la puerta de embarque. Se quedó rendido en su asiento de clase ejecutiva a las dos horas de estar en el aire. Ni siquiera se dio cuenta cuando sirvieron la cena y el desayuno.

...

Doce horas más tarde, Alex despertó en la habitación de un hospital obviamente público y en un lugar que obviamente era muy pobre que podía ser Nigeria, Pizco después del terremoto o un pueblo del interior de Venezuela. Su mano estaba pegada a la de una anciana inconsciente que yacía en una cama clínica. Intentó despegarla pero fue imposible. Parecía fusionada al brazo de la vieja con Pega Loca. Alex no entendía nada, pensó que estaba en la mitad de una pesadilla. Los vuelos largos siempre le sentaban mal.

En ese instante entró una enfermera.

-¡Ah! Señor Alex, qué bueno que pudo llegar. Su abuelita está muy mal, los médicos no creen que dure más de una semana, dos a lo sumo. Si llega a despertar estará feliz de verlo. No ha hecho sino preguntar por usted desde que la internaron la semana pasada.

-Perdone usted, ¿podría decirme dónde estoy? ¿Es decir, podría usted decirme si estoy durmiendo?

La enfermera soltó una carcajada.

–Usted si es gracioso señor Alex. Siempre con ese sentido del humor tan extraño. Igual que su abuelita -dijo mientras salía de la habitación y cerraba la puerta.

...

El médico entro de nuevo en el consultorio con un sobre manila en la mano. Saco unos papeles, leyó por encima y dijo: “Bueno María Caridad, como que la terapia le ha hecho bien. Ni rastro de las ulceras. Siga con la dieta baja en grasas por un par de meses más y luego iremos incorporándolas poco a poco. Pero hágame el favor, no deje al terapeuta, el meollo de esta afección está en la rabia reprimida”.

Ella se levantó y sonriendo apretó la mano del doctor. Al salir del consultorio pensó que si el doctor supiera que ella no estaba yendo a ningún terapeuta sino que pasaba todo el día viviendo en el cuerpo de Susana en Second Life, atendiendo la agencia de viajes virtual que le había costado al menos la mitad de su herencia, no habría estado muy contento. Al menos no tan contento como ella.

http://www.clarin.com/diario/2006/09/03/sociedad/s-05415.htm

Diez maldiciones viajeras (o así de jodidos estamos)

Fedosy Santaella



"Fedosy... qué boca, niño."
Un anónimo




1) Ojalá y vuelvas a nacer en un colombiano mula del narcotráfico, y que tu muerte sea larga, alucinatoria y dolorosa por causa de los dediles de heroína que se te reventaron en el estómago en pleno vuelo hacia Miami.

2) Ojalá y te conviertas en un flaca serbia de esas divinas como las que salen en las pornos de Rocco, y que termines como esclava sexual de algún dictadorzuelo africano, obsesivo del sexo anal y del vidrio molido.

3) Ojalá y reencarnes en un carajito soldado de Uganda, y que te convierta en molicie de vísceras una descarga de un AK-47 de 50 dólares (precio de mercado negro), disparado por el maldito de tu padre, ya en el delirio de su “celebro” intoxicado de tanta droga, alcohol y mentira revolucionaria.

4) Ojalá y seas una mexicanita de pueblo, y acabes como maquiladora trasquilada por los sádicos-ricachones-políticos-policías-satánicos-hijos de puta de Ciudad Juárez.

5) Ojalá y te encarnes en una guatemalteca ilegal y que caigas en la manos delicadas de un asesino en serie gringo, que antes de quitarte la vida te hará cosas horrendas todos los días durante un año, mientras disfruta la programación de Discovery Kids.

6) Ojalá y que vuelvas a existir en un periodista de guerra inglés secuestrado en Faluya, y que el último día de tu vida, tu cabeza rodante y aún conciente alcance a ver a tu cuerpo que se tambalea paroxístico frente a un guerrillero iraquí que ríe a carcajadas de un chiste sobre Bush que le acaban de echar sus compinches islámico-radicales.

7) Ojalá y te conviertas en el asistente de cámara de Michael Moore, y que un malandro de Petare que no cree en causas humanitarias, sociales ni de un carajo, le pegue un tiro al gordo estúpido ése, y que él caiga sobre ti y tú mueras asfixiado por toda la grasa tóxica de su panza deforme y bochornosa que se vino a Venezuela a filmar “lo que está pasando”.

8) Ojalá y reencarnes en un venezolano maricón, que te conviertas en el esclavo sexual preferido de Elton John y que veas el final de tu existencia hediondo a mierda y a semen en una oscura covacha de Bangkok.

9) Ojalá y nazcas en Tailandia, enano y siamés de otro enano más feo que tú; que te rapten y te lleven al circo de los Chang en Venezuela, y que los sodomicen -a ti y a tu feísimo hermano- los terribles Andropov (justo el día antes de que terminen en una maleta), llenos de odio por causa de la vergonzosa derrota.

10) Ojalá y reencarnes en un cubano del G2… y no tengo más nada que decir de tu suerte, desgraciado.

Ora pro nobis, amén.



http://www.fedosysantaella.blogspot.com

Souvenir

Daniela Burroughs y José Javier Rojas




A veces, yo no soy yo. Soy otro, distinto. Irreconocible, sin nombre. Sin cara, ni cuerpo. Bueno, cuerpo sí, si así se le puede llamar a estas formas decadentes, a estos restos que habita el otro, ese otro que no soy yo, ese que cada vez me desplaza, me difumina, me disuelve en las sombras. Yo soy otra cosa, no esto que yace desorientado en medio de la oscuridad en esta habitación desconocida. Yo no soy este perro asustado, que requiere atención constante. Yo soy un hombre, no una mascota con aspecto de hombre.

Yo soy, mucho gusto, el Delegado del Sindicato de Obreros Ferroviarios ante la Unión Obrera de Sajonia. Yo conozco cada perno, cada durmiente, cada aguja y cada riel de cada vía y estación desde Berlín hasta Praga. Con estas manos, no con estas rechonchas garras abotagadas, sino con mis poderosas manos y las de mis camaradas, yo levanté las vías del tren sobre las que se erigiría, al fin, el nuevo paraíso obrero, la utopía por la que generaciones de trabajadores como yo habíamos dejado el pellejo en las fábricas y campos de Europa. Nosotros, los hombres que entonces surgimos de entre los despojos, reconstruimos el orgullo de un país despedazado por la guerra, una nación que solo recibiría vergüenza como único legado del tirano y sus secuaces aquiescentes.

Muchas cosas empezaron a cambiar en el nuevo mundo que estábamos construyendo, y algunas cosas cambiaron mucho para seguir peor. Si antes era la Gestapo, ahora era la Statsi la que nos vigilaba. Si antes teníamos que guardarnos de los matones y delatores tarifados por los nazis, ahora temíamos por la infidencia de cualquier miembro del partido. Las sucesivas purgas nos sumieron en un estado de sospecha permanente, y cuando creíamos que el padrecito Stalin había terminado de erradicar al inefable enemigo interno, el camarada Secretario General Krushev llegó para explicarnos que el culto a la personalidad era el verdadero peligro contrarrevolucionario y que apenas todo el sacrificio estaba por empezar a hacerse para salvarnos de caer en las fauces del precipicio capitalista.

Cuando le dije a Hannah que había llegado el momento de desertar a Occidente, ella estuvo de acuerdo. Sus dudas hacer rato que eran certezas, y si había guardado de mí su desencanto, era porque no quería romper mis sueños hasta que yo estuviera listo para despertar.

-Hannah, querida, ¿eres tú?

-Sí. Dime, ¿qué haces aquí solito?

-Nada. Tengo hambre.

-Claro, yo también. Por eso estamos los dos en la cocina, porque es de madrugada y a esta hora pega el hambre canalla. Voy a prender la luz, ¿ves?, aquí está el suiche, justo encima del molinillo que te regaló mamá en Navidad.

-Mmm, es bonito. ¿Me lo regaló mi mamá?

-No, abuelo, mi mamá, tu hija, que es mi mamá y por eso tú eres mi abuelo porque eres el papá de mi mamá.
Hannah se veía igual, pero era distinta. Ella también había cambiado, pero seguía idéntica a como yo la conocí en las calles de la Berlín liberada por el Ejército Rojo.

-¿Quieres mostaza como siempre? Te lo preparo ligero porque si no mami me regaña y dice que te malcrío demasiado.

No entiendo cómo llegó Hannah hasta aquí tan joven, tan hermosa, si yo ahora luzco como un viejo. Recuerdo, eso sí, haber hecho un largo viaje por barco con una niña llorosa, inconsolable. Recuerdo llegar a un taller mecánico, con la niña llorosa de mi brazo. Recuerdo también que la niña, ahora siempre sonreída, me plantaba un beso todas las tardes cuando entraba al taller, trayéndome comida y a veces hasta flores. Lo que recuerdo mejor de todas las cosas del mundo que recuerdo, y por eso no entiendo el imposible rostro de esta amable joven que me hace un emparedado de pan de centeno justo como a mí me gusta, es la cara de Hannah la última vez que la vi. Todavía colgaba del árbol, como una marioneta abandonada, en los bosques de Turingia.

Ciudad Imaginaria

Gustavo Valle




Cuando llueve sobre una ciudad imaginaria
sale el sol en la ciudad en que vivimos
sale la pelota a rebotar en el parque
sale el árbol a hablar con el nido
abren sus puertas todos los mercados
bulle en la taza la Grecca crepitante
hay algarabía en los balcones
un carnaval de perfumes en la plaza
la risa de la mujer al mediodía
roba de la iglesia la campana.

Cuando escampa en una ciudad imaginaria
llueve a cántaros en la ciudad en que vivimos
enormes ríos doblan calle abajo
paraguas amenazan orejas y retinas
algo como el destino en los charcos se dibuja
y en la casa de familia
un anciano frente a la estufa
navega en las aguas de su libro.

Cuando muere una ciudad imaginaria
algo muere en la ciudad en que vivimos.


(Del libro Ciudad Imaginaria, Monte Ávila Editores)

El murmullo de las esferas

Kira Kariakin



Hay una frase de un escritor llamado Ernesto Sábato que dice que al final uno entiende que el fantasma que se perseguía era uno mismo. Siempre he relacionado esa frase a viajar porque los viajes son como una persecución. Otros autores dicen que viajar es el intento de escapar de uno mismo, y otros afirman que es el de buscarse. Para otros es una suerte de afán coleccionista. El coleccionar imágenes, recuerdos, olores, sabores, aventuras en distintas y distantes geografías. Y debo confesar que para mí ha sido de todo un poco, un escape y una búsqueda de mí, una adicción constante y exaltada por nuevas visiones y demás sensaciones mundanas. Otros viajan sin necesidad de moverse. A través de pastillas, hierbas, infusiones o inyecciones, se evaden de sí mismos, se buscan y algunos afortunados quizás se hallen. Pero esta manera luego de probarla unas cuantas veces, nunca me satisfizo. Para mí viajar implica movimiento físico. Trasladarse de un punto A, a un punto B. He viajado muchísimo. Mis destinos han incluido sitios mistificados como Luxor, Katmandú, Samarcanda, Zanzíbar y Tombuctú, otros mitificados como las sabanas africanas que rodean el Kilimanjaro, las estepas siberianas y mogoles, las alturas heladas de la antártica y las planicies blancas del ártico, las selvas de Papúa Nueva Guinea, Congo, Tasmania y el Amazonas.

He sido hombre de dinero. Dinero que parecía inagotable, porque ninguna de mis expediciones o desplazamientos por más excéntricas o trabajosas, minaron mis finanzas. Pero viajar no es cosa de dinero. Ayuda, claro. Pero un viaje iluminador puede darse caminando por el vecindario con el ojo atento, tanto así como saliendo al espacio y ver un maravilloso planeta azul desde los límites de su atmósfera. Yo empecé a viajar sin dinero y de niño. El jardín de la granja donde nací fue mi primer territorio explorado y descubierto. Todavía recuerdo el asombro que sentí al encontrar en él toda suerte de animalillos, pedruscos, líquenes y musgos cuando tenía unos 5 años. Es posible que sea esa sorpresa inicial lo que busco recrear con mis viajes, recuperar la inocencia ante el mundo… O quizás perderla definitivamente. No lo sé a ciencia cierta todavía.

Pero si sé que luego de un tiempo y de agotar casi todos los destinos y geografías quise empujar los límites aún más y me agencié un viaje estratosférico que me llenó de euforia. Ver La Tierra, mi planeta. Tener en la boca el sabor de lo que puede ser un viaje espacial. Pero esta euforia, no tuvo las implicaciones místicas que los astronautas apuntan que produce. No para mí.

Al bajar del espacio, luego de pasar la efervescencia de la emoción, caí en un estado de depresión absoluta. ¿Y ahora qué? ¿Dar la vuelta al mundo en globo de nuevo? ¿Calarme los insectos de la selva, o el frío asesino de los polos una vez más? ¿Quizás un retiro espiritual en la India? Opté por encerrarme por un tiempo en mi hacienda para recuperar el espíritu de explorador con largas cabalgatas, vuelos de varias horas en el helicóptero o una de mis avionetas, todos en solitario.

Sí, no tengo mujer y los hijos no llegaron. La empresa del matrimonio la intenté varias veces sin resultado. En materia femenina me falló la brújula. Pero como no me regodeo en los fracasos, he aprendido a vivir con mi soledad, la cual considero exitosa. Y la verdad es que ante los derroteros que tomaron mis viajes fue una bendición esta solitud.

Una mañana, preparando la avioneta para uno de mis vuelos, luego de chequear los alerones, el combustible, la radio y demás instrumentos, noté una abertura en la cola de la nave que no estaba allí hacía unos minutos. Era una raja vertical gris oscura de unos 25 centímetros de largo. Me aproximé a revisarla. Vista de cerca se veía como el ojal de un botón enorme. Introduje uno de mis dedos, y como si hubiera recibido una descarga eléctrica lo retiré. La raja no tenía consistencia sólida. Y la sensación no fue de descarga eléctrica. En realidad lo que sentí fue como si “yo” me “descargara” en la abertura. No sé como explicarlo.

El terror a estarme volviendo loco me invadió. Pero la avidez por atener lo desconocido pudo más. Con tiento, metí la mano sobreponiéndome a la sensación incorpórea y seguí con el brazo. Al pasar el codo un brusco jalón me introdujo por el ojal. Fue como nacer al revés. O así creo que debe sentir un bebé. Pero en vez de llegar al mundo exterior me encontré dentro de él.

Logré asirme de la abertura desde dentro por una suerte de lengüeta semitransparente que la protegía. Me vi sumergido en una atmósfera densa y purpúrea, tan densa que parecía un gel, pero en la cual podía respirar, ver y oír un murmullo constante y monótono. En este punto, tuve un ataque de pánico. ¿Dónde diantre estaba? ¿Qué eran esos pasajes con paredes perladas que vibraban y se abrían hacia todas partes, y hacia los cuales me sentía arrastrado por una leve corriente. Me hallaba suspendido en posición horizontal, mientras me aferraba al ojal detrás de mí con una mano. La corriente me jalaba y antes de pensarlo siquiera, impelí mi cuerpo hacia el ojal de vuelta, introduje los dedos de la mano libre y empujé el brazo hasta pasar el codo. De la misma forma brusca como entré en el mundo, salí de él.

Una vez fuera pensé que había sufrido una alucinación. Pero lo descarté rápidamente. El ojal todavía estaba allí.

Sin contemplar cualquier consecuencia, fui a uno de los armarios del hangar, saqué la cuerda de escalada más larga que tenía y me dispuse a entrar de nuevo. Anclé la cuerda a la rueda de la avioneta, me amarré y metí mi mano en el ojal.

Ya adentro dejé que la corriente me llevara. Mis manos palpaban las paredes y pronto descubrí que eran curvas y que los pasajes no eran en realidad pasajes sino el espacio entre lo que asumí serían esferas ordenadas unas sobre, al lado y debajo de otras. Deduje que la constante vibración provoca la lenta corriente en la atmósfera entre ellas. Pronto la extensión de la cuerda llegó a su límite y los varios minutos de desplazamiento se convirtieron en horas de retraerme a mi esfera de origen. Al salir, el tiempo parecía no haber pasado. Metí de nuevo la cuerda por el ojal con el temor de que todo fuera un sueño y me tocara despertar. Pero no lo fue. En los días siguientes, despedí a la mayor parte de mi personal. Mantuve el hangar cerrado a toda hora así como prohibido su acceso. Me seguí introduciendo por el ojal mejor equipado y con cuerdas más extensas, pero nada variaba aunque alcanzaba distancias más largas. En estas travesías no sentía las urgencias propias del cuerpo. Ni hambre, ni frío, ni calor. De alguna manera la monotonía del desplazamiento y el murmullo de las esferas arrullándome me daban paz. Paz que me duró hasta que me topé con otro ojal. Una raja gris cubierta por una lengüeta semitransparente. Tenía todavía algunos metros de cuerda así que sujeté la lengüeta, introduje la otra mano y me empujé.

Les dejo a ustedes suponer qué encontré del otro lado. Y pueden tejer cuantas teorías se les antoje respecto a la existencia de estos ojales. Cualquier suposición por fantástica e irreal que parezca es correcta porque es posible. Ese ojal no fue sino el primero de muchos otros. Aprendí a encontrarlos, marcarlos y elaboré un mapa rudimentario. Aprendí que las esferas no son muy grandes por fuera pero su interior puede ser infinito y contenedor de otros mundos. Que en algunas podía encontrar sitios que he visto en sueños y en mi imaginación. Que otras estaban vacías y apenas tenían espacio para contenerme. En unas pocas ocasiones me vi repetido en otras vidas. Por esos espacios mi paso fue breve: saberme duplicado es una idea que me repele.

La visita a cada esfera está relatada en un cuaderno que dejé en la cabina de la avioneta. Al que la encuentre le parecerá la suma de los relatos de un solitario excéntrico y alucinado, de quién nunca obtendrá otra explicación ni prueba de sus testimonios. Porque el mismo día que abandoné el cuaderno, emprendí sin anclajes lo que creí sería mi último viaje. Así llegué aquí. Donde encontré lo que buscaba. O por años eso quise creer.

Algo, el instinto o una sospecha íntima, me hizo mantener abierto el ojal de este destino a los intersticios entre las esferas. Y aunque parto sin amarras de nuevo, esta vez dejo por escrito el porqué de mi desaparición como una invitación expresa. Invitación que no dejé en mi esfera originaria. Dejo esta carta junto al ojal abierto a todos, expuesto, obvio. Esta travesía no será la última y se encuentra dentro de otra más vasta. No me voy para tratar de retornar a mi mundo, ni para buscar otros sino encontrarlos. Los retornos son imposibles así como los destinos no existen hasta que se alcanzan. Regreso consciente y sin olvidos al viaje que en realidad uno nunca abandona. Al murmullo de las esferas, que me sugieren dudas y certezas contenidas en sus entrañas.