lunes, 17 de septiembre de 2007

Dos horas de niñez

Juan Carlos Chirinos
El capitán bajó de la goleta y en lo primero que pensó fue en quitarse pronto los zapatos.

No era acaso porque quisiera sentir con las plantas de sus pies la firmeza de la tierra que contrastaba con el vaivén de las últimas dos semanas, ni porque un callo mal curado atormentara su tranquilidad. Había llegado, argumentó, después de deambular como un poseso por toda Europa, a la culta Atenas, y eso requería un poco de respeto.

Tantos años leyendo sobre esa ciudad y esa mañana se le presentaba caótica y alborotada, ajena a las sesudas conversaciones de los filósofos que siglos antes patearon sus calles concentrados en el significado exacto de la virtud o de si se podía equipar la palabra a la cosa. Tan solo era una ciudad como cualquier otra, llena de mercaderes que pululan entre gritos, deseosos de deshacerse lo más pronto posible de su mercancía. Una ciudad que miraba el presente entre las ruinas de su pasado glorioso. Todo eso argumentó el capitán, famoso entre sus amigos por el amor nada moderado por los libros y el saber, dueño de varias lenguas, la primera de las cuales le sirvió durante esos años para enloquecer a decenas de mujeres de múltiples nacionalidades.

Pero la realidad era otra.

El capitán necesitaba echarse sobre un catre y abandonar la dura y pulida forma de sus botas para que sus dedos se movieran felices, y para entregarse al único placer que no compartiría nunca con nadie: el olor de sus pies. Cada intersticio de sus dedos, cada mota de polvo colada por fuerza del azar, cada piel mal cicatrizada, se cocinaba en el amoroso abrazo de sus dedos y resguardaba para los momentos de reposo el aroma que lo tranquilizaba siempre.

Cubierto por una manta donde anidaban las pulgas por la noche, el capitán desabrochó las correas y desató los nudos de su botas, que volaron lejos de él, al rincón de donde las recogería al día siguiente; se deshizo de las medias, gruesas para aguantar el frío del mar en invierno y les permitió permanecer a su lado, debajo de la manta. Movió hacia delante y hacia atrás los dedos y trató de separarlos como si fueran las manos de un orangután lampiño. Metió la cabeza dentro, esperó un segundo para asegurarse de que el efluvio había conquistado todo el territorio y suspiró. «¡Por fin!», pensó, y todos los momentos gratos de su infancia volvieron a él, sosegándolo y asegurándole que ninguna desgracia por venir sería tan mala como para arrebatarle el privilegio del olor de su niñez. Aún no era mediodía y la posadera tardaría en llamarlo a comer; dos horas de sueño no le vendrían mal. Dos horas de niñez.

Justo antes de entregarse por completo a la almohada, sonó la puerta. El capitán no era de disgustos fáciles, pero esa interrupción, después de tanto tiempo bamboleándose en el mar, podía bastar para que hiciera vengador uso del florete que acababa de adquirir por buenas tres onzas de oro a un mercader de Estambul, tan persistentes siempre. Y sin esperar a que él permitiera el paso, la mano intrusa abrió la puerta y una cabeza pequeña se asomó. La penumbra no dejó que el capitán descubriera de quién se trataba hasta que oyó la voz.

—Pensé que como falta tanto para la comida...

El capitán levantó la sábana, como la roca de la cueva que se aparta para dejar a los cuarenta ladrones, y la joven se zambulló dentro, aferrándose al fibroso pecho del capitán.

—Sólo un rato, pero luego te vas, necesito descansar un poco antes del almuerzo —suplicó el capitán, que ya sabía que sus horas de niñez habrían de esperar a que el hombre en que se había convertido cumpliera con el deber que se había impuesto desde que partiera de Madrid: no se aprenden siete lenguas para atesorarlas como avaro cambista neerlandés.

Los grititos con que pronto la chica pobló el interior de la sábana devolvieron al capitán algunas horas de su infancia, pero ya sus pies pisaban el polvo del suelo y habían perdido la gracia del regalo que se acaba de desenvolver. «Y así no sirve», pensó el capitán, agregando con voz ronca de gusto un «¡kleitorída!» que excitó más a su lengua y desvaneció a la muchacha, que se untaba las medias gruesas sobre los senos.


http://juancarloschirinos.blogspot.com/

2 comentarios:

Israel Centeno dijo...

Juan Carlos, será capricho mío, pero la transición, la infancia aún recurrente en la nostalgia del capitán, la sensualidad en esa zona calma entre la juventud y la madurez, me han hecho volver a Linea de Sombra.


Buen cuento.


Un abrazo.

La Mancha dijo...

Gracias, querido Isra; persigo la nueva edición tuya en Periférica, a ver si este fin de semana tengo suerte!
un abrazo y mucho ron