lunes, 17 de septiembre de 2007

Viajantes

Jacqueline Goldberg


Empezó con un viaje.
Habían ido a Europa como tantas veces.
Se encontraban en hoteles pequeños.
A orillas del Sena,
en sótanos de Venecia,
en puertos de la Costa Azul.
Llegaban con las sombras.
Permanecían días bajo las sábanas,
transgresores de toda premura.
Adoraban presentir ciudades hirvientes e intocables.
Nunca atravesarlas. Nunca desafiarlas.
Bastaba el deseo.

Llegaron a San Sebastián a medianoche.
Él un poco antes que ella.
Sabían de antemano el número de su habitación
en el hotel María Cristina.
Sabían que una prodigiosa ventana colgaba de la bahía.

Zoe atravesó el hall y tomó de inmediato el ascensor.
En el tercer piso, el viajante aguardaba desnudo.
Siempre la esperaba en penumbra.
Apenas ella golpeaba la puerta,
él asomaba el brazo y la succionaba.
Sólo encendían la luz después de que Zoe
hubiese alcanzado tres veces la mordacidad.
Tres veces seguidas.
Era promesa.

San Sebastián sería la última vez.
No habrían más encuentros,
más océano tragado con angustia.
Durante tres años, Zoe y el viajante
se habían encontrado furtivamente.

Estarían encerrados una semana.
Partirían sin mirarse.

Lo mismo habían jurado en París.
Luego en Hamburgo. Un año atrás.
Pero entonces creyeron que aún
les faltaba un trozo de continente,
un instante mesurable que los convenciera.
Buscaban despedirse en gloria o dolor.
Hamburgo fue noble,
les brindó una nevada impetuosa
que presagió un próximo encuentro en Budapest.
Ahora sí, el postrero. El arropador.

Pero Budapest tampoco fue epitafio.
Demasiada belleza.
Propusieron entonces una frontera.

En San Sebastián, al menos, podrían consagrarse
a la terquedad de los cuerpos.
Así lo hicieron.

Despertaban tarde.
Pedían frutas y panes, luego champagne.

Amarse era una reiteración.

La última noche prefirieron permanecer en el vaivén
de seis botellas de Veuve Clicoq.
Bebieron lentamente.
Dejaron correr la mitad de una sobre sus cuerpos,
lamiéndolos con desazón,
convencidos de que aquel rito
los sedimentaría en odio.

Sólo se odiarían años después.
Siglos después.
Cuando comprendieron que nadie más
los aguardaría en secretos hoteles.
Cuando la piel requirió algo más que rebeldías.
Cuando otros amantes intentaron apaciguar el desgano
con mal añejados alcoholes de provincia.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Vivan los amantes! Sus boletos y rutas son ilimitados. Los passboards, aduanas, vuelos cancelados, cambios de hora, trasbordos, no salen en pantalla.
Hermoso, Jacqueline.

Anónimo dijo...

tiziana
jackeline nunca el amor fue tan desgarrado, nunca una geografia fue mejor contada que en los cuerpos de esos aantes

Yrinak dijo...

Una vez leí por allí, que sí algo se pronuncia entonces se materializa. Por lo que esta sensación se ha vuelto corpórea, gracias a las divinas letras de Jacqueline.

A ti, gracias por el link.