lunes, 17 de septiembre de 2007

Rusia, un gigante que tropieza

Rafael Osío Cabrices



Primer día: jueves, 18:22 horas. Tres horas después de haber despegado del inconmesurable aeropuerto de Frankfurt –una araña con diseño de avanzada, multirracial, con tanquetas en las pistas y alambre de púas en torno a los ductos de aire– un avión más bien pequeño de Lufthansa pierde altura en la noche casi absoluta. Estamos cerca del Círculo Polar Ártico y del fin de noviembre. Vamos a aterrizar en el aeropuerto de San Petersburgo, la ciudad de los zares, el escenario de la Revolución Bolchevique, la joya medio escondida que vuelve a revelarse a Occidente. Pero después del crepúsculo invernal, lo único que se ve desde las ventanillas de la aeronave es un desarrollo esquelético de pueblo de frontera: cubierta de nieve, mi primera imagen de Rusia es la de un dálmata infinito, que yace dormido con su piel blanca salpicada por negros edificios, negras calles, negros indicios de una urbe que no alcanzo a imaginarme.

Me revisan el pasaporte y la visa rusa dos mujeres jóvenes que apenas me miran la cara. Tienen uniformes militares y trabajan en una suerte de container que dice passport kontrol. Se ríen, cuchichean, me dicen adiós con la mano para que entre al país que le ladró en la cueva a Estados Unidos durante medio siglo. El terminal es pequeño, provinciano, altas paredes de falso mármol. Marina, nuestra guía, sale a nuestro encuentro con un acento castizo y un abrigo de piel de castor. Afuera, en lugar de las brigadas de taxistas, agentes de turismo o porteadores que suelen acosar a los recién llegados, lo que se nos echa encima es un aire paralizado a 14 grados bajo cero. Camino al autobús, siento que se me encoge la membrana pituitaria y que se me secan los ojos. Estoy en Rusia.

21:30 horas. Hasta el momento lo que he visto de San Petersburgo son edificios para la clase media, dispuestos en diagonal sobre el paisaje llano de las afueras. Hay poca luz, pocos carros, poca gente, mucha nieve. El Hotel Pulkovskaya parece un ministerio cubano al que han echado una mano de pintura. Luego de registrarnos salimos a explorar. Cerca está el inicio de la avenida Moskovski. Hay una redoma con un monolito escoltado por estatuas, el monumento al sitio de Leningrado (tal era el nombre de la ciudad durante la era soviética; en 1993 recuperó la denominación con que fue fundada). Una vez que Hitler y Stalin rompieron su pacto de no agresión, los nazis sitiaron a San Petersburgo en el segundo intento de un gran ejército de Europa Occidental por conquistar Rusia. Rodearon la ciudad 900 días seguidos. Murió poco más de un millón de sus habitantes, 600.000 de ellos por hambre, hasta que el Ejército Rojo expulsó a los invasores.

Entramos a los almacenes Moskovich. Son tiendas de departamentos en las que señoras tristes (des)atienden sin comprender por qué uno no habla ruso, ni entiende una palabra de lo que están diciendo. La mercancía no es cara (30 rublos son un dólar, una cotización alcanzada tras varias devaluaciones) pero no luce de buena calidad y está bastante pasada de moda. Nos sentamos a tomar un té y un hombre borracho insiste en conversar con nosotros, por más que le decimos “rusky niet, rusky niet” y le instamos con señas a que se quede tranquilo. Hemos vuelto sin entusiasmo, resbalando en las aceras congeladas. El jet lag me impide pegar un ojo. Con cada viaje de los ascensores, las entrañas del hotel suenan como si el edificio tuviera hambre.

Viernes, 10:00 horas. El desayuno ocurre en una discoteca; tiene que serlo un entorno redondo, con un altar de cornetas, forrado de desmesurado rojo. Y pocas cosas son más tristes que una discoteca de día. Bueno, en realidad no ha amanecido. Mesoneros de pantalones raídos aguardan a que uno termine para retirar las bandejas de self service. Profesionales o negociantes rusos y turistas chinos componen el resto del aforo del lugar.

10:30 horas. Por la Moskovskaia, en plena hora pico de la mañana, todo es gigantesco. Ya barrieron buena parte de la nieve: el resto se va convirtiendo en un barro marrón que lo ensucia todo. Hay muchas tiendas, parques, boutiques de marcas muy conocidas en Occidente, abrigos andantes que esperan los buses o los destartalados tranvías que se arrastran por un carril central. Aproximadamente 4,7 millones de personas habitan esta extensa y chata urbe de 600 kilómetros cuadrados. Veo prosperidad, Mercedes y Mitsubishis en buen estado. Las vallas anuncian conciertos de Los Bee Gees y Rick Wakeman. A medida que nos acercamos al centro, viajamos al pasado de San Petersburgo: los largos bloques del sólido constructivismo soviético son sustituidos por edificios de principios de siglo con escaleras externas hacia bares en el sótano, como en Nueva York. Nada es más alto que la aguja del Almirantazgo, uno de los símbolos del lugar, que está a 64 metros del suelo. Marina habla de Tolstoi y Dostoievsky, las voces mayores de la literatura de una era dominada por esta ciudad. Recuerda los cuentos de Sebastopol de Tolstoi y aprovecha para quejarse de las 7.000 bajas rusas en la guerra de Chechenia.

13:00 horas. Fuimos a la fortaleza de Pedro y Pablo, el núcleo alrededor del cual se construyó San Petersburgo. En 1703, Pedro I, un loco hiperquinético de más de dos metros de estatura a quien se conoce como Pedro el Grande, le ganó una batalla a los suecos y les arrebató una posición al fondo del Golfo de Finlandia, justo donde el río Neva se parte en dos para disolverse en el mar. Allí, Pedro I decidió que se haría una ciudad. No le importó que unas cuantas tribus eslavas eran las únicas que podían habitar ese inmenso pantano. Él quería una ciudad, y la tuvo, con el costo de millares de vidas: en 1712, cuando se declaró capital de Rusia, el fuerte de madera ya había sido suplantado por un cuartel de verdad, que fue pronto rodeado por palacios y calles, por una ciudad en forma de estrella que partía de ese fortín primigenio. Y era eso lo que acabábamos de ver, flanqueados por nutridas manadas de turistas rusos que admiran bulliciosos las tumbas de los Romanov (incluyendo la de Anastasia; allá nadie cree en el cuento de la princesa perdida). Como en toda fortaleza rusa, hay un montón de capillas dentro, es como una ciudad dentro de otra.

Ahora tratábamos de comprar artesanía cara en un comercio exclusivo para extranjeros, llamado North File, en el que atienden jóvenes vestidos a la ultimísima moda que machucan el inglés (los mayores, grandes perdedores en un país cuyas jubilaciones son de 30 dólares mensuales, simplemente nos tienen pánico, y ven a los extranjeros como invasores extraterrestres). Desde su puerta, desde el espacio que dejan los carros estacionados anárquicamente sobre las aceras, se aprecia el costado sur de la isla Vasílievsky, donde está la universidad, la cual está formada por una hilera de palacios todos distintos, cada uno facultad o museo, incluyendo el primero que hubo, un gabinete lleno de monstruos y curiosidades donde Pedro I había ordenado dar una copa de vodka a cada visitante, para estimular a los nativos a tener contacto con la cultura (Así era Pedro el Grande: una vez viajó a Holanda de incógnito y aprendió 15 oficios, desde carpintería hasta ingeniería naval). Pero en materia de museos, nada como el Ermitage, el más grande del mundo. Pasamos tres horas allí, trotando entre salas atiborradas de pinturas. Los zares eran compradores compulsivos de arte y hay más Rubens, Van Gogh o Matisse de lo que uno puede soportar.

21:00 horas. Hoy, unos niños han robado al mayor del grupo de venezolanos en el que ando, un setentón. Lo rodearon en una de las entradas del Metro y le sacaron dinero del bolsillo. El Metro está a 100 metros bajo tierra, para evadir el nivel freático del ex pantano. Para llegar a los andenes, se desliza una ficha tipo moneda por el torniquete, y se encarama uno en una escalera mecánica que va a varios kilómetros por hora túnel abajo. Los rusos van impertérritos en ese viaje vertiginoso: total, hasta beben cerveza dentro de las estaciones, duermen, se besan, piden limosna con animales al lado, conversan en su lengua incomprensible. Y se empujan unos a otros sin jamás pedir perdón. Tengo un buen libro guía y decidimos salir a caminar. Nos metemos en algunos bares. Cuesta un mundo hacerse entender y pedir un vaso de vino. Hay muchos casinos domésticos, abastos, buhoneros que venden gorros, bufandas y guantes. San Petersburgo será completamente igual a una gran ciudad de Europa occidental en pocos años. Y Rusia será una gran potencia si logra aprender a convivir consigo misma: a aplicar la ley, a suplantar no con el vacío, sino con un Estado eficiente, la otrora omnipresencia de la administración soviética.

Sábado, 23:00 horas. Caminamos por la antigua avenida Nevsky. Vimos grandes tiendas y muchas, muchas mujeres muy bellas, con ojos claros y rasgados y una piel de blanco acero en la que resbala el aguanieve. Estuvimos en Tsárskoie Selo, el palacio de Verano de la otra gran constructora de San Petersburgo, Catalina II, que también era Grande (aunque no medía dos metros, fue por su carácter que ganó el apelativo, ya que mandó a matar al marido para usurpar el trono). El palacio, que uno puede alquilar completo por 200.000 dólares, y de hecho lo hacen los supervivientes de la nobleza rusa para sus fiesticas, fue arrasado por los nazis y la nueva Rusia lo ha restaurado con el desmesurado, irracional lujo con que fue construido. Hay habitaciones forradas de oro, o de plata, de ámbar, de lapislázuli. Luego fuimos a la Iglesia de la Sangre Derramada, un templo parecido al moscovita San Basilio, que se levantó en el mismo lugar donde un comando terrorista mató al zar Nicolás I. Allí cerca encontré el único cybercafé que me topé en tres días.

Ahora queremos aventuras, y hemos de encontrarlas en el sótano mismo del hotel, en el Red Bar. Apenas entramos se nos echa a la vista el cuerpo desnudo –salvo por un hilo dental– de una muchacha que pende de un tubo que va del techo al suelo. Luces rojas, asientos rojos, un DJ como de 12 años, un barman como de 55, una menuda mesonera como achicopalada por la desnudez de sus compañeras de trabajo. Las stripper son tres y se van rotando. La cosa está pintoresca tirando a tristona cuando todo comienza a despeñarse. Entra una joven vestida pero que resulta ser stripper, porque intenta varias veces hacer las piruetas en el tubo, pero el efecto de la heroína o la cocaína no se lo permiten. Un gordo con la cabeza al rape baila con ella y la arrastra por los tobillos de un lugar a otro. Una mujer morena le pide al gordo que no lo haga. El gordo la insulta. La muchacha sigue igual. Apagan la música. Era el momento para irse, pero entran seis tipos de negro, todos con aire militar y se ponen a intercambiarse a la muchacha drogada. Un presunto jefe de seguridad del hotel trata, en vano, de convencer al gordo y sus matones de que se vayan. El que se va es él. Los mafiosos se llevan a la mujer morena, que ha estado insistiendo en que dejen a la mujer-juguete en paz, y le pegan en la puerta del baño. El encuentro cercano del tercer tipo con la famosa mafia rusa termina más de una hora después, cuando los gangster han despejado la salida. Mi jet lag me impide, por segunda noche consecutiva, pegar un ojo.

Domingo, 23:30 horas. Nuestro último día en San Petersburgo tuvo más avenida Nevsky, una comida en el café donde Pushkin recogió a su testigo el día del duelo por honor que le causaría heridas fatales, y un espectáculo de danzas folklóricas. Tuvo lugar en un pequeño palacio que era como un agobiante Disney a la rusa: una pareja disfrazada de Pedro y Catalina se ofrecía para la foto; los músicos y bailarines hacían lo suyo sin sacarse una insólita sonrisa de la cara; el personal artístico nos hostigaba en el intermedio con vodka y canapés para que les compráramos discos. A media noche tomaremos el tren Flecha Roja con destino a Moscú. Nos despedimos de la muy hermosa San Petersburgo con una cerveza en un bar donde tocan guitarristas flamencos y hay monitores con Fashion TV. Un buen preámbulo para el viaje de ocho horas por las estepas heladas.

Lunes, 9:00 horas. En Moscú, un venezolano no se siente en otro país. Se siente en otro planeta. San Petersburgo tiene mucho de varias ciudades europeas, a una escala siempre mayor. Su orden y su belleza la hacen mucho más digerible. Pero en la capital prevalece o la antigua Rusia, medieval y tártara, o la colosal e intimidante arquitectura soviética. Una cosa es Pedro el Grande, y otra muy distinta es Josef Stalin. Son ocho millones de personas los que viven en esta ciudad desordenada, de edificios desiguales que se amenazan entre sí. Casi nueve siglos tiene aquí lo que empezó como una aldea en las márgenes del Moskova, y que prosperó gracias a su condición de encrucijada de rutas comerciales en la estepa. La urbe está organizada en espiral, y se le reconocen cinco anillos concéntricos alrededor del Kremlim, la ciudadela fortificada donde está la sede del Gobierno. Lo sabemos pronto porque nos llevan al Hotel Nacional, una maravilla de lujo inglés de 1905 que nos albergará por dos noches y que permite al desayunar ver el Kremlim en pleno desde la mesa, junto a la entrada de la Plaza Roja.

Tenemos suerte: pudieron alojarnos en el siniestro Hotel Intourist, doblando la esquina, o en el Russía, una locura staliniana de 6.000 habitaciones donde hay que salir a rastrear por los pasillos a los huéspedes perdidos. Las omelettes del Nacional nos compensan de los malos desayunos del Pulkovskaya. Pero Moscú, con viento y nieve, con gente aún más apurada y silenciosa que en la Venecia del Norte (llaman así a San Petersburgo por sus muchos canales y sus más de 300 puentes) no promete darnos mucho más. Aquí es tan patente como en la otra ciudad el interés por rescatar el pasado que pretendió sepultar la URSS. Han gastado lo que no tienen en devolver su dorado esplendor a las pequeñas iglesias ortodoxas, decoradas por doquier por fantásticos iconos. Y reconstruyeron las torres que dan entrada a la Plaza Roja, que los soviéticos habían derribado porque les estorbaban para meter los tanques a los desfiles. Tratamos de apreciarlo en la medida en que nos lo permiten las ancianas mendigas, los vendedores de gorros que nos increpan en una suerte de papiamento para turistas que mezcla inglés, italiano, castellano y francés, y el aguanieve, que nos empaña las cámaras y va amilanando, poco a poco, la resistencia de nuestros abrigos.

Tras admirar la catedral de San Basilio (que es muy bella pero más pequeña de lo que uno espera) me doy cuenta que el invierno que humilló a Napoleón y Hitler ya me está humillando a mí. La historia es conocida: Bonaparte lanzó un ejército enorme sobre Rusia. Los invadidos fueron más inteligentes y decidieron no enfrentar una fuerza numéricamente superior. Quemaron Moscú y la abandonaron; cuando Napoleón llegó, sus tropas, que vivían del saqueo, no tuvieron nada que saquear, salvo el oro de las iglesias. Pero el oro no se come. Tuvieron entonces que devolverse y los atrapó el invierno, 20 grados, 30 grados bajo cero y con hambre. A los pocos que quedaban vivos durante la retirada, las guerrillas los iban reduciendo noche a noche, por los bosques nevados. Nosotros tenemos un autobús con calefacción que nos conduce a un restaurante ruso. Nos dan borscht, una sopa de remolacha; arenques crudos; ensaladitas con eneldo; papas hervidas; milanesas de carne de cerdo. Vemos el estadio olímpico, que hoy tiene un mercado de buhoneros al lado, desde el barranco que usaba la KGB para ejecutar gente.

21:00 horas. Es la hora de explorar los alrededor del Hotel Nacional. El frío es bastante manejable. Nos detienen policías para pedirnos el pasaporte. No lo tenemos, pues está en el hotel. Se van sin consecuencias, pero el episodio nos deja un mal sabor de boca. Un taxista que no habla inglés nos deja en la puerta de un casino. Cobran 40 dólares para entrar y hay más mafiosos en la puerta. Escapamos a pie, con el corazón en la boca, por una calle a oscuras. Nos refugiamos en el bar de un Sheraton en el que suena el disco Kind of Blue, de Miles Davis.

Martes, 20:00 horas. Pasamos el día en el Kremlim. He estado en la iglesia más bella que mis ojos han visto. He pasado tres horas en el Museo del Arsenal, a punto de caerme del sueño sobre una jaula de cristal rellena de joyas invaluables de los zares. Dimos una vuelta en el Metro, un lugar surrealista donde las lámparas son arañas de cristal y los andenes están decorados con lujosos bajorrelieves. Los moscovitas pasaron buena parte de la década de los años treinta construyéndolo, a 70 metros bajo tierra, bajo el látigo de papá Stalin. La guía, Tatiana, de quien sospechamos que es una nostálgica de la URSS, nos dijo que la gente acudía “voluntariamente” a trabajar en la obra, hasta la madrugada.

Miércoles, 9:00 horas. El aeropuerto de Moscú es oscuro, gigantesco, con un sólido aire de pesadilla. El personal trabaja mal y lento. Un avión nos devolverá a Frankfurt, y de allí, a Caracas. Chao, Rusia. Chao. Una vez en mi asiento, paso tres horas escuchando la charla de un emocionado niño ruso, de unos tres años, que celebra el viaje fuera de su patria, tal vez el primero de su vida. El nené mira por la ventana la pista de ciencia-ficción del terminal alemán. Brilla el sol; nosotros teníamos ocho días sin verlo. ¿Cuánto tiempo habrá tenido él?

(San Petesburgo, Moscú, 2002)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Fue un buen tour, sin soltar un rublo.

Luís Vidal León dijo...

Que curioso, salvo dos o tres detalles, me hicieron recordar una visita que hice a San Petesburgo, hace treinta años! Por lo visto, poco han cambiado las cosas. No hay duda que el socialismo es arena sobre rieles.

Luis Vidal

Maria D. Torres dijo...

Bueno verte por aquí. Me honra trabajar para los mismos jefes!
A ver cuando nos vemos
MD