lunes, 17 de septiembre de 2007

El murmullo de las esferas

Kira Kariakin



Hay una frase de un escritor llamado Ernesto Sábato que dice que al final uno entiende que el fantasma que se perseguía era uno mismo. Siempre he relacionado esa frase a viajar porque los viajes son como una persecución. Otros autores dicen que viajar es el intento de escapar de uno mismo, y otros afirman que es el de buscarse. Para otros es una suerte de afán coleccionista. El coleccionar imágenes, recuerdos, olores, sabores, aventuras en distintas y distantes geografías. Y debo confesar que para mí ha sido de todo un poco, un escape y una búsqueda de mí, una adicción constante y exaltada por nuevas visiones y demás sensaciones mundanas. Otros viajan sin necesidad de moverse. A través de pastillas, hierbas, infusiones o inyecciones, se evaden de sí mismos, se buscan y algunos afortunados quizás se hallen. Pero esta manera luego de probarla unas cuantas veces, nunca me satisfizo. Para mí viajar implica movimiento físico. Trasladarse de un punto A, a un punto B. He viajado muchísimo. Mis destinos han incluido sitios mistificados como Luxor, Katmandú, Samarcanda, Zanzíbar y Tombuctú, otros mitificados como las sabanas africanas que rodean el Kilimanjaro, las estepas siberianas y mogoles, las alturas heladas de la antártica y las planicies blancas del ártico, las selvas de Papúa Nueva Guinea, Congo, Tasmania y el Amazonas.

He sido hombre de dinero. Dinero que parecía inagotable, porque ninguna de mis expediciones o desplazamientos por más excéntricas o trabajosas, minaron mis finanzas. Pero viajar no es cosa de dinero. Ayuda, claro. Pero un viaje iluminador puede darse caminando por el vecindario con el ojo atento, tanto así como saliendo al espacio y ver un maravilloso planeta azul desde los límites de su atmósfera. Yo empecé a viajar sin dinero y de niño. El jardín de la granja donde nací fue mi primer territorio explorado y descubierto. Todavía recuerdo el asombro que sentí al encontrar en él toda suerte de animalillos, pedruscos, líquenes y musgos cuando tenía unos 5 años. Es posible que sea esa sorpresa inicial lo que busco recrear con mis viajes, recuperar la inocencia ante el mundo… O quizás perderla definitivamente. No lo sé a ciencia cierta todavía.

Pero si sé que luego de un tiempo y de agotar casi todos los destinos y geografías quise empujar los límites aún más y me agencié un viaje estratosférico que me llenó de euforia. Ver La Tierra, mi planeta. Tener en la boca el sabor de lo que puede ser un viaje espacial. Pero esta euforia, no tuvo las implicaciones místicas que los astronautas apuntan que produce. No para mí.

Al bajar del espacio, luego de pasar la efervescencia de la emoción, caí en un estado de depresión absoluta. ¿Y ahora qué? ¿Dar la vuelta al mundo en globo de nuevo? ¿Calarme los insectos de la selva, o el frío asesino de los polos una vez más? ¿Quizás un retiro espiritual en la India? Opté por encerrarme por un tiempo en mi hacienda para recuperar el espíritu de explorador con largas cabalgatas, vuelos de varias horas en el helicóptero o una de mis avionetas, todos en solitario.

Sí, no tengo mujer y los hijos no llegaron. La empresa del matrimonio la intenté varias veces sin resultado. En materia femenina me falló la brújula. Pero como no me regodeo en los fracasos, he aprendido a vivir con mi soledad, la cual considero exitosa. Y la verdad es que ante los derroteros que tomaron mis viajes fue una bendición esta solitud.

Una mañana, preparando la avioneta para uno de mis vuelos, luego de chequear los alerones, el combustible, la radio y demás instrumentos, noté una abertura en la cola de la nave que no estaba allí hacía unos minutos. Era una raja vertical gris oscura de unos 25 centímetros de largo. Me aproximé a revisarla. Vista de cerca se veía como el ojal de un botón enorme. Introduje uno de mis dedos, y como si hubiera recibido una descarga eléctrica lo retiré. La raja no tenía consistencia sólida. Y la sensación no fue de descarga eléctrica. En realidad lo que sentí fue como si “yo” me “descargara” en la abertura. No sé como explicarlo.

El terror a estarme volviendo loco me invadió. Pero la avidez por atener lo desconocido pudo más. Con tiento, metí la mano sobreponiéndome a la sensación incorpórea y seguí con el brazo. Al pasar el codo un brusco jalón me introdujo por el ojal. Fue como nacer al revés. O así creo que debe sentir un bebé. Pero en vez de llegar al mundo exterior me encontré dentro de él.

Logré asirme de la abertura desde dentro por una suerte de lengüeta semitransparente que la protegía. Me vi sumergido en una atmósfera densa y purpúrea, tan densa que parecía un gel, pero en la cual podía respirar, ver y oír un murmullo constante y monótono. En este punto, tuve un ataque de pánico. ¿Dónde diantre estaba? ¿Qué eran esos pasajes con paredes perladas que vibraban y se abrían hacia todas partes, y hacia los cuales me sentía arrastrado por una leve corriente. Me hallaba suspendido en posición horizontal, mientras me aferraba al ojal detrás de mí con una mano. La corriente me jalaba y antes de pensarlo siquiera, impelí mi cuerpo hacia el ojal de vuelta, introduje los dedos de la mano libre y empujé el brazo hasta pasar el codo. De la misma forma brusca como entré en el mundo, salí de él.

Una vez fuera pensé que había sufrido una alucinación. Pero lo descarté rápidamente. El ojal todavía estaba allí.

Sin contemplar cualquier consecuencia, fui a uno de los armarios del hangar, saqué la cuerda de escalada más larga que tenía y me dispuse a entrar de nuevo. Anclé la cuerda a la rueda de la avioneta, me amarré y metí mi mano en el ojal.

Ya adentro dejé que la corriente me llevara. Mis manos palpaban las paredes y pronto descubrí que eran curvas y que los pasajes no eran en realidad pasajes sino el espacio entre lo que asumí serían esferas ordenadas unas sobre, al lado y debajo de otras. Deduje que la constante vibración provoca la lenta corriente en la atmósfera entre ellas. Pronto la extensión de la cuerda llegó a su límite y los varios minutos de desplazamiento se convirtieron en horas de retraerme a mi esfera de origen. Al salir, el tiempo parecía no haber pasado. Metí de nuevo la cuerda por el ojal con el temor de que todo fuera un sueño y me tocara despertar. Pero no lo fue. En los días siguientes, despedí a la mayor parte de mi personal. Mantuve el hangar cerrado a toda hora así como prohibido su acceso. Me seguí introduciendo por el ojal mejor equipado y con cuerdas más extensas, pero nada variaba aunque alcanzaba distancias más largas. En estas travesías no sentía las urgencias propias del cuerpo. Ni hambre, ni frío, ni calor. De alguna manera la monotonía del desplazamiento y el murmullo de las esferas arrullándome me daban paz. Paz que me duró hasta que me topé con otro ojal. Una raja gris cubierta por una lengüeta semitransparente. Tenía todavía algunos metros de cuerda así que sujeté la lengüeta, introduje la otra mano y me empujé.

Les dejo a ustedes suponer qué encontré del otro lado. Y pueden tejer cuantas teorías se les antoje respecto a la existencia de estos ojales. Cualquier suposición por fantástica e irreal que parezca es correcta porque es posible. Ese ojal no fue sino el primero de muchos otros. Aprendí a encontrarlos, marcarlos y elaboré un mapa rudimentario. Aprendí que las esferas no son muy grandes por fuera pero su interior puede ser infinito y contenedor de otros mundos. Que en algunas podía encontrar sitios que he visto en sueños y en mi imaginación. Que otras estaban vacías y apenas tenían espacio para contenerme. En unas pocas ocasiones me vi repetido en otras vidas. Por esos espacios mi paso fue breve: saberme duplicado es una idea que me repele.

La visita a cada esfera está relatada en un cuaderno que dejé en la cabina de la avioneta. Al que la encuentre le parecerá la suma de los relatos de un solitario excéntrico y alucinado, de quién nunca obtendrá otra explicación ni prueba de sus testimonios. Porque el mismo día que abandoné el cuaderno, emprendí sin anclajes lo que creí sería mi último viaje. Así llegué aquí. Donde encontré lo que buscaba. O por años eso quise creer.

Algo, el instinto o una sospecha íntima, me hizo mantener abierto el ojal de este destino a los intersticios entre las esferas. Y aunque parto sin amarras de nuevo, esta vez dejo por escrito el porqué de mi desaparición como una invitación expresa. Invitación que no dejé en mi esfera originaria. Dejo esta carta junto al ojal abierto a todos, expuesto, obvio. Esta travesía no será la última y se encuentra dentro de otra más vasta. No me voy para tratar de retornar a mi mundo, ni para buscar otros sino encontrarlos. Los retornos son imposibles así como los destinos no existen hasta que se alcanzan. Regreso consciente y sin olvidos al viaje que en realidad uno nunca abandona. Al murmullo de las esferas, que me sugieren dudas y certezas contenidas en sus entrañas.


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